Intercontinental

El Rey de la Pista

17 diciembre , 2015

En junio de 2004 jugué a fútbol en Battery Park, a escasos metros de donde una vez habían estado las Torres Gemelas. Recuerdo aquella tarde porque por una serie de casualidades mi equipo estaba formado íntegramente por fornidos adonis que ejercían la noble profesión de modelos masculinos en la ciudad de Nueva York. El equipo lo formábamos tres tíos que superaban de largo los 1,85 metros y servidora, 174 centímetros, raquitismo, dentadura castigada.

Pero no es nuestra intención hacer de éste un relato erótico barato. Les hablo de aquella jornada de sudor y entusiasmo porque seguramente fue el día en que este cavernario vio a un equipo (el suyo propio) aguantar durante más rato en la modalidad Rey de la Pista: ya saben, partidos a un gol y el que lo marca sigue jugando, mientras los derrotados se van a la cola, a engendrar rencor y espíritu de venganza hasta que, mucho rato después, les vuelve a tocar.

Mis adonis y yo ganamos, ganamos y volvimos a ganar. Éramos claramente superiores, teníamos suerte, las espectadoras deseaban que ganáramos y entramos en uno de esos trances deportivos en que nos convertimos en un tren imposible de descarrilar que lo arrollaba todo a su paso. Ayudaba, por supuesto, el crisol de nacionalidades que esperaba para ganarnos: pocos europeos, pocos sudamericanos serios, mucha Concacaf y mucha infamia.

Ese vértigo, el de ganar o sufrir la humillante frustración de la espera, nos lleva directamente al Rey de la Pista en versión universal que se disputa esta semana en Tokio. Ahí sólo están los que han ganado una y otra vez, a un rival tras otro. Les hago memoria: el Barça hubo de dejar en la cuneta al campeón de Inglaterra, al de Francia, al de Alemania y al de Italia, se dice muy rápido. Y todo ello sólo para tener derecho a disputar las semifinales de un torneo en que 90 minutos te pueden mandar a la mierda hasta dentro de mucho, muchísimo tiempo.

El torneo es una perfecta sublimación del darwinismo deportivo; al final, sólo queda uno, uno que mira al cielo y reta a los marcianitos -no tenéis huevos, dirá, invariablemente-. Como simulacro de la ley de la selva es también terreno abonado para la carnicería. Por supuesto, la posibilidad insólita de derrotar al Barça de Messi y su tridente es una inyección gigantesca de testosterona para los rivales que han llegado hasta aquí. Vean a ese Guangzhou plagado de perfectos desconocidos y mercenarios resabiados. ¿Qué les mueve, sino la adrenalina de estafar al planeta, de derrocar a alguien más grande? El partido tiene ecos tétricos, resuena a John Wilkes Booth, a pillaje, a un imbécil de Pontevedra a piratería de bajar, arrasar, y largarse y reírse del orden universal de las cosas.

Nosotros tenemos a Messi, sí, y a Busquets, y el saber hacer y espíritu de supervivencia de todo un campeón de Europa. Pero dejen que les cuente algo. Aquella tarde en Battery Park, el día en que mis apuestos compañeros de equipo y yo ganamos sobre el fulgor de la hierba una quincena de partidos consecutivos, acabamos perdiendo. Nos ganó un equipucho y los que lo vieron aún recordarán al desgraciado que nos echó: el gol vino precedido de falta y su autor era un tuercebotas, pero dios santo, cómo lo celebró aquel pelirrojo con la camiseta del Celtic.

Se aprende algo jugando al Rey de la Pista en las calles, en los colegios, en las playas y en los parques. Se aprende que no se puede ganar siempre. Y si por algún error del sistema se pudiera, conviene disfrutar de la mentira de la victoria eterna como se disfrutan las cosas que no han de volver a ocurrir.

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