Cruyffistas

Profeta

25 marzo , 2016

El 24 de marzo de 2016 se produjo un movimiento sísmico planetario que sacudió a todos los futboleros del mundo. Súbitamente, todos y cada uno de ellos (en un corrimiento de tierras que afectó a cuñados, chinos, pescaderas y fans de Cristiano) ascendieron un puesto en la clasificación de sabios del balón. Adivinan ustedes que tal cosa sólo fue posible por una triste razón: el 24 de marzo de 2016 falleció el número uno de entre los mil millones de seguidores de la religión del fútbol. Se marchó el que más sabía, El Primer Sabio. Y así fue como todos los demás ascendimos un peldañito sabiéndonos más ignorantes que nunca.

Johan Cruyff no fue el gran profeta del balón por sus conocimientos profundos del juego, ni por su sobrehumana intuición, ni por sus crípticas y exactas sentencias. Lo fue porque tal vez jamás hubo nadie que disfrutara tanto de ese juego. Era el sentido estético que él encontraba en el fútbol, la sensualidad de la pelota. Cruyff fue un poeta y un altavoz de esa concepción de la vida: fútbol para divertirse, no para ganar las discusiones, ni para acumular trofeos. De todos los vídeos impactantes que dejó, hay uno especial: el de ese caño que tira de niño en una calle de Amsterdam. El balón llenó la vida de Cruyff y él supo desentrañar todos sus misterios y trayectorias. Nadie sino él podría haber reflexionado sobre el hecho de que, con el marcador resuelto, mucho mejor un chut al larguero que un gol. “Es más espectacular”, decía. Si Cruyff lo veía así, así era.

El darwinismo voraz del fútbol impide que las gentes acomodadas lleguen a la cima. No debe sorprendernos, pues, que Johan fuera huérfano de padre y que se criara delgado, esquelético. Esa ausencia le marcó y le empujó, le dio el hambre social y la fortaleza mental de los elegidos. Años después, Cruyff, el genio holandés, confesaba en una entrevista, tan ancho, que mantenía conversaciones cotidianas con su difunto padre. Cuentan que en su propia condición de progenitor fue persona difícil; no hay duda que desde hoy mismo mantendrá largas conversaciones al respecto con Picasso y Hemingway. En cualquier caso, todo surgió de su orfandad, que gravó a fuego su fútbol, su ascenso, su voluptuosidad.

La ausencia no forjó un crack melancólico. Nada más lejos: salió rebelde y bárbaro. Suyas fueron las arrancadas más salvajes de los 70, que asombran aún en Youtube. Cruyff la tocaba como el dios que era, pero ese cambio de ritmo aún parece sobrehumano y fue el culpable de hacer de él un icono de los 70 y un ídolo global. Conviene recordar que el 14 fue el único europeo que llegó al coto sudamericano que es la atalaya de los cinco únicos y verdaderos.

Sudamérica dio a Di Stéfano, Pelé, Maradona y Messi porque es el lugar del mundo que pasó directamente de la barbarie a la decadencia. Y eso gusta a la jungla de este deporte cruel. ¿Qué podía aportarle Europa al balón? Guerra, pobreza, huérfanos, inquina, desigualdades. De todos los hijos que ha dado ese caldo de cultivo formidable, Cruyff fue el más grande: el europeo que nos representa en las pachangas del Olimpo. Sus cuatro contrincantes han aprendido a temer su aspecto frágil, su mirada triste y metálica. Ocurre, además, que hay una sola persona en el planeta que puede mirar de tú a tú a Pelé y Guardiola compartiendo su grandeza. Ningún futbolista y ningún entrenador volaron más alto que él. Ignoramos si en algún otro deporte se da que el genio deportivo se transfigure a continuación en su gran filósofo. Sí sabemos que ninguna otra persona que haya nacido en este planeta ha sido tan influyente para el fútbol. Nadie. Por encima de todos los revolucionarios de este juego está el de los Chupa-Chups, el del 0-5 y el 5-0.

No es casualidad, convendrán, que haya tantos entre los más grandes que hayan lucido de azulgrana y que este club sea la referencia inalcanzable para los demás. Cruyff llegó al Camp Nou y lo cambió: sacó el astrolabio y el tiralíneas y ordenó un sentido estético que siempre había latido en Barcelona. Juego de posición, tres contra dos, presión arriba, fútbol a un toque. El fútbol más bello y demencial que se ha visto, tres defensas, los volantes convirtiendo el área rival en su dormitorio. ¿Qué cojones le metía el Druida a la marmita? Magia. Si el Barça es el Louvre del fútbol porque por ahí pasó, en dos etapas, el hijo del balón. A lomos de esos prodigios, dotó al Barça de lo que nunca tuvo, de lo que tan pocos tienen: la certeza de ser un club único. Es el club que toca el balón y juega al ataque; el club donde quieren jugar los niños más talentosos.

La sapiencia milenaria de Cruyff golpeó vanidades, claro. Tal vez su frase más memorable se la dijo a Núñez y Gaspart: “Vosotros dos no tenéis ni puta idea”, les mandó callar. Años después, en mi único encuentro personal con él, le interrogué sobre si Ronaldinho ya había llegado al nivel de los –entonces- cuatro grandes. En media décima de segundo tuve mi respuesta: «No puedes ser tan grande como Pelé habiendo jugado la mitad de tiempo». Y en efecto, pocos meses después Ronaldinho se jubilaba a la tierna edad de 26 años. Cruyff sabía tanto que comprendía las razones y designios de jugadores, árbitros, aficionados, presidentes. Su verbo imposible no parecía comentar el presente; más bien era como si ordenara el futuro.

Pero su obra no fue la de un filósofo y artista del balón. Su paso por la élite fue una historia de éxitos, victorias, gloria y triunfos. Para comprender su palmarés hay algo mejor que la Wikipedia, y es escuchar el eco de pánico y dolor que deja aún su nombre en sus rivales. Y si en el Barça no pudo instaurar la cultura de la victoria como jugador, logrando un palmarés dicreto, se redimió como entrenador: llegó y decidió que nunca más seríamos segundones. Ganó de manera gloriosa, por 5-0 en orgías inolvidables de fútbol, ganó una y otra vez en el último suspiro. Conoció tantas suertes de victoria que desterró para siempre el derrotismo de un club melancólico, autocompasivo, acomplejado.

Semejante dechado de virtudes le convirtió en un ídolo del pueblo y le atrajo enemigos. De hecho, creó la gran división que se prolonga hasta el día de hoy, la que enfrenta a cruyffistas y nuñistas. Para comprender el origen del asunto, hay que recordar que Cruyff fue un genio en los 70, un Bowie, un Sex Pistol. Y a fe que Freddy Mercury no vino al mundo a hacerle la rosca a un tragicómico constructor y delincuente financiero. Cruyff fue un subversivo y no acataba otro establishment ni otra jerarquía que la que establecía el balón. Y por tanto, decidió que nunca estaría por debajo de los señores ricos de la rancia Barcelona que iban al fútbol a pavonearse. Su combate y su actitud (en una desigual lucha histórica similar a la que podría haber enfrentado a Da Vinci con un usurero bizco de su calle) se mantiene. De sus detractores, que ahí siguen, infames incluso en el día de su muerte, puede decirse algo sencillo y demoledor: que no aman el fútbol. “¡Sí lo aman!”, podría protestar alguien. Bien, lo aman, pero lo aman menos que al poder establecido por los barrios buenos. Nada hay menos futbolístico que eso. Al futuro nuñista se le reconoce desde niño porque en un partido en la calle no va con un equipo ni con el otro: va con el estanquero histérico que coge el balón y finiquita el partido. Gracias a Cruyff aprendimos a saber cómo es esta gente, cómo es este club, cuáles son nuestras limitaciones y taras como pueblo.

Porque en efecto, ahora que ha fallecido el hombre más influyente de la historia del fútbol y el faro del club, da lástima y vergüenza recordar que Rosell, principal valedor y patrocinador de la presidencia de Bartomeu, racaneó a Cruyff el título de presidente honorífico hasta que él mismo tiró la toalla. ¿Imaginan a los Bulls desterrando a Jordan? ¿Al Tour escupiendo a Merckx? ¿A los sacos de boxeo renegando de Ali? Eso somos nosotros. Eso es el Barça.

A todo ello se enfrentó Cruyff con su espigada figura y su verbo agitanado. Dicen de él que era rácano hasta la caricatura. Se negó a trabajar durante 20 años de plenitud y acertó, porque viviría sólo 68 años. Predijo el fallo de Djukic, y su vanidad de genio le llevó a amenazar su propia obra llenando el primer equipo de parientes y gente de segunda fila. Una vez que vio la Liga perdida se dio una buena ducha y salió radiante a la sala de prensa para prometer la renovación automática a todos sus jugadores si ganaban la Liga. La ganaron, claro. Se cargó a la mitad, claro. La astucia, aquel caño en una calle de Amsterdam.

Y a pesar de todo ese poder omnímodo y de ese puño de acero que aplicó en el vestuario, años después sus jugadores seguían buscándole como quien visita a un oráculo. Querían un abrazo, un consejo, una opinión, una mirada. Querían ver qué les contaba el fútbol encarnado. Ya habrán escuchado a Stoichkov llorar. Ya saben los incendios que creó Cruyff en la cabeza de Guardiola. Fue un difícil padre carnal, pero crió docenas de hijos: los que sabían que él les enseñaría un camino y ejercería de paciente Sumo Sacerdote.

“Salid y disfrutad”. Tal vez la frase. Tuvo que ser él, tuvo que ser la noche en que supimos que la profecía podría cumplirse, que podíamos ser el pueblo elegido.

En este 24 de marzo de 2016 negro, negrísimo, se ha hablado mucho de los seguidores que deja, de sus discípulos, de su Obra, de un club que tiene la fórmula y tiene el mapa. Se ha hablado de Legado y de cosas hermosas. Pero el vacío, para los que aman este juego y vibran con el Barça, es inmenso. Se ha ido el Profeta del Fútbol, el que mejor lo descifró. Nos queda sólo un consuelo: ahí donde haya un niño delgado y solitario baqueteando una pelota y rumiando un túnel, ahí habrá un cruyffista.

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