Los nuestros

Último tren

6 agosto , 2017

En aquel colegio de curas corría una curiosa leyenda. Se decía que uno de sus más prestigiosos, encumbrados y temidos miembros se había especializado en la luctuosa lid de oficiar los funerales de los difuntos del barrio. Cuentan, y cuentan con profusión de detalles, que don D. porfiaba astutamente para poder encargarse personalmente de esos responsos fúnebres. Lo hacía porque ese triste papel le confería la posición idónea para tratar de ofrecer consuelo a las familias y viudas que dejaban atrás los finados. Don D., de quien se dice que era un hombre de enormes manos y pronunciadas ojeras,  se empleaba tan a fondo en su crisitiano deber de confortar al prójimo que, semanas después de la ceremonia, tenía por costumbre visitar a las enlutadas mujeres en sus casas para consolarlas, para consolarlas de nuevo, para consolarlas cuanto se dejaran.

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Empieza el nuevo año futbolístico y tenemos la inmensa suerte de mirar al vestuario y comprobar cómo Leo Messi sigue ahí, dispuesto a barrer a los infieles y a asombrar al planeta con nuevas proezas. No estará Neymar, pero sí Suárez, e Iniesta, y Busquets, y Piqué y Ter Stegen y un montón de tíos que lo han ganado todo repetidas veces de azulgrana. En esta ocasión no estarán a las órdenes de un técnico quillastre y sociópata amigo del caos y de las conducciones enloquecidas de balón, sino de un señor mesurado, a quien le gusta el buen fútbol y que lleva toda una vida soñando con esta oportunidad.

Ernesto Valverde, fallido extremo en el Barça de Cruyff, fue un menudo delantero de gran calidad a quien esa ballena llamada Camp Nou engulló como a tantas otras sardinas antes que él. Duró dos telediarios y se fue. Tuvo una carrera apañada, sin excesos, en que hizo honor tanto al prestigio futbolero de los vascos de aquel tiempo como a su apodo, Txingurri, hormiga. No sorprendió que se hiciera entrenador a pesar de haber sido atacante, tampoco nos pilló desprevenidos que fuera del agrado de Cruyff. Comenzó en Bilbao, con resultados notables, logró llevar al Espanyol a esa formidable y trágica UEFA del 2007 y acumuló títulos -hasta cinco- en Grecia. Su único fracaso se dio en Villarreal, donde fue víctima de un subordinado; sobrevivió a la falla valenciana y de vuelta a Bilbao montó un equipo intenso y feroz que se llevó su primer título en tres décadas con esa Supercopa ante el Barça. Ahora cuentan de él que pretende que el Barça sea voraz en la presión, que se descosa menos, que tenga menos vértigo y recupere las sanas constumbres de tener las líneas juntas y el control del juego. Como muestra de buena voluntad hemos visto ya a la zaga salir hacia adelante en los bolos de pretemporada y hemos sabido de su empeño por fichar otro central que, con algo de suerte, le quitará a Mascherano la mitad de minutos.

Eso resulta esperanzador, y tal. Sin embargo, si en este rincón somos valverdistas no es por nada de lo que aparece en la Wikipedia, ni por su trabajo en otros equipos, ni por lo que insinúa hasta la fecha. Lo somos porque Valverde, con ese aspecto de hombre triste, con esa mirada surcada de quien ha entregado durante la Segunda Guerra Mundial todas las cartas informando de muertes en el frente del estado de Ohio, está ante la oportunidad de su vida de vengarse de las ilusiones rotas, de las traiciones sufridas, de ese gesto de sufrimiento secular que le acompaña. Somos valverdistas porque nadie conoce mejor que él la derrota y el anonimato. Porque los que han estado en el bucle de las transmigraciones anímicas y han fracasado un millón de veces bracean más y mejor que los triunfadores. Porque hay que ver cómo afrontan los perdedores su último tren.

Y, si permiten, porque todas aquellas viudas que oían el ding, dong, abrían la puerta y encontraban ahí a don D. saben muy bien de qué son capaces los hombres con cara de sapo melancólico que dominan el arte de la espera.

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