Los nuestros

Adiosito

14 enero , 2018

Uno pensó que nunca podría escribir estas felices líneas. Pero no hay mal que cien años dure y a fin de cuentas también hubo un día en que se largaron Barjuan o Gabri. Permitan que nos detengamos en este anuncio solemne: Mascherano se va del Barça.

La nuestra ha sido una relación complicada desde el primer día, un lejano septiembre de 2010 en que debutó en el Camp Nou. Vio una amarilla de tío cerdo antes del minuto cinco por un hostión, luego el Barça perdió contra el potente Hércules de Alicante. Título de la película, When Guardiola met Mascherano.

El Jefecito, capitán allí donde fue, supo rápidamente que no tenía nada que rascar con Busquets y miró a su espalda para encontrar unas melenas rizadas donde, precariamente ocultos, se veían claros y lagunas preocupantes. Y se reconvirtió en central, que es como si una bufanda decide convertirse en calzonzillo. Tenía argumentos para conseguirlo: era un tío trabajador, dedicado, profesional, el primero que llegaba por las mañanas. Y entre tarjetas, rotaciones, lesiones y la decadencia de Puyol, aquel puntual conserje acabó teniendo entrada en el once del mejor Barça de la historia, el que barrió al United en 2011. Hermosas palabras, por cierto, las de Ferguson en la rueda de prensa posterior al partido tras un largo alegato hablando de Messi como factor decisivo en el partido. A la siguiente pregunta, un periodista torpe alzó la mano:

-¿Si tuviera un cheque en blanco y pudiera tener a un solo jugador del Barcelona, a cuál ficharía?

-Es una de las preguntas más estúpidas que he oído nunca… A Mascherano –respondió Ferguson, visiblemente enojado.

En efecto, Mascherano fue sobre el césped el que siempre pitó, el que desentonó, el chaval de la cuarta fila del coro a quien el cura le tiene que pedir a cada salmo que no cante. Nefasto con el balón en ataque, adicto a la anticipación populista  y suicida en defensa; poco fiable en general cuando no estaba al 110% de concentración. Era, simplemente, el torpe de un equipo legendario, que fue el mejor de siempre y que aún hoy es una referencia mundial.

Dolía de ver: con la camiseta azulgrana y el 14 a la espalda, El Malo.

Felizmente, Mascherano no fue sólo un jugador, sino también un futbolista. Y gracias a Dios en el vestuario no sólo trabajó mucho, sino también bien. Los engranajes indescifrables que mueven la maquinaria del karma y la motivación de un equipo pasaban a menudo por él. Las relaciones con el cuerpo técnico y la directiva, por él. La tutela y persecución de los díscolos y los frívolos, toda suya. Y leal guardaespaldas, además, que descargó a Messi de los trabajos mundanos. Siempre defendimos, en este rincón, que el problema de Mascherano es que jugaba a fútbol tres horas a la semana. Eran justo las que nos sobraban. Le preferíamos en el vestuario haciendo catequismo del compromiso y la actitud. Pero claro, ocurre que el buen conserje ya había ganado una considerable cuota de poder y se le apetecía jugar. Y de ahí el dolor de ojos y sus plusmarcas en el Trofeo Barjuan, que otorga este agujero y que ganó en 2012, 2013, 2015 y 2017: en efecto, fue un líder insuperable hasta para el Piqué más rumboso a la hora de regalar goles en contra.

Durante años, fue el que nos hacía pasar vergüenza, el que nos aterrorizaba con su juego con balón y sin él. El que nos recordaba que por no sé qué puta ley, en el once inicial del Barça siempre debe haber un inepto, un non grato en La Caverna. El que nos hacía pensar que la vida era demasiado corta y que serían demasiado pocos los minutos de fútbol como para pasarlos viendo al tuercebotas de Mascherano. Tal vez lo peor que podemos decir de este jugador es que estuvo siete años y medio en el Barça, pero siguió siendo, desde el primer día hasta el último, el del Liverpool.

Ahí está el debate. Futbolista y jugador, jugador y futbolista. Como jugador, metió un gol en siete años y el día que lo logró todo el Camp Nou se partió de risa (fue un penalti, chutado al centro, con fuerza; nos pareció hasta insultante el presunto homenaje de que fue objeto). Como futbolista, dos Champions, la de 2011 y la de 2015. En ambos casos como titular, en ambos casos como referente del vestuario.

Y queda, entonces, la duda del cronista: ¿somos injustos despidiendo con un mandoble a un tío que ganó las mismas Champions que Koeman y Belletti juntos? Miren, una cosa aprendimos de Hornby: el sentido de propiedad del club. El aficionado, el enfermo, es el único propietario. El Barça es nuestro y de nadie más. Y somos nosotros los que nos preguntaremos toda la vida cuántas Champions tendría La Bestia Parda si hubiera tenido en su equipo dos centrales de verdad. Somos nosotros los que nos preguntamos cuántos fichajes vetaron entre Mascherano y su predecesor. Y somos nosotros los que nos quedamos aquí, viendo el erótico cimbrear de las caderas de Yerri Mina, mientras otros se piran a China a asaltar una caja blindada.

En última instancia, nos queda preguntarnos, sin fanatismos ni melodramas, cuánto nos hizo disfruzar este buen hombre. Y ahí llega el verdadero vacío. En fin. Adiosito sin rencores, y descanse en paz en el póster.

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