Cavernícola

Mi primera vez

7 febrero , 2012

 

 

Ustedes ya saben que el 8 de febrero tiendo a ponerme tierno y sensiblón. El de 2012 supone el cuarto cumpleaños de este rincón misérrimo. El éxito de esta Caverna es rotundo: en el último año ha recibido la visita de 17 filántropos o despistados cada día. A ellos quería agradecerles su bonhomía y brindarles la historia de mi primera vez con Messi.

 
 
Era la primavera de 2005 y comenzaba a entrenarse con el primer equipo. Melenudo, cheposo y con cara de recién despertado, se decía que era la repera. Pegado a la valla de hexágonos, veía competir a aquel plantel que ya volaba hacia la Champions y donde mandaban Ronaldinho, Xavi, Eto’o o Deco. Me gustaba ver los partiditos de seis contra seis en espacio reducido y con porterías normales con que Rijkaard acababa las sesiones. Los partidos tenían tres normas: máxima intensidad, duración de tres minutos y el amor era el argentino. Repetía una jugada una y otra vez. Jorquera sacaba con la mano y dejaba muerto el balón a su izquierda. Por ahí aparecía aquel demonio supersónico, que rodeaba al portero superando la persecución estéril del Gabri de turno para chutar a primer toque. En la otra portería esperaba el cañonazo un tío llamado Valdés. Gol. Gol. Gol. Gol. Infinidad de veces por entrenamiento, gol. Marcaba muchísimo más que Ronaldinho y Eto’o.
 
 
Por aquel entonces, a Messi le gustaba juguetear, sobre todo con Deco. Se pasaban el balón al primer toque sin que tocara el suelo, tac, tac, tac, tac. Deco le aplicaba entonces una medicina que para otros compañeros era letal: en lugar de dárselo franco, lo golpeaba con fuerza para que subiera 15 metros antes de caerle a Messi, que esperaba con la mirada perdida en el cielo a un metro y medio de distancia del portugués. Cuando le caía el melón, la Bestia Parda no intentaban un control, ni abandonaba el juego, como hacían otros. La devolvía a un toque con una volea aún más fuerte, que subía otros 20 metros antes de caerle, perfecta, a Deco. Éste la devolvía de igual manera. Aquella elipse infinita solía acabar con el error del portugués, que abandonaba el lugar entre oscuras murmuraciones. A Messi se le quedaba cara de interrogante, alguna vez me pareció adivinar una sonrisa.
 
 
Aún tuve un tercer momento con La Bestia Parda de cuando era rookie. Tenía que escribir un reportaje sobre Ronaldinho y pensé que, siendo su amigo, querría contarme un par de cosas. Me acerqué al menudo jugador, que estaba enchandalado y hablando con un par de amigos.
-Leo, perdona, soy Albert Martín, de El Mundo -él abandonó su conversación y se giró para mirarme-. Quería preguntarte un par de cosas sobre Ronaldinho para un reportaje sobre el Balón de Oro. ¿Qué has aprendido de él como jugador? ¿Por qué dices siempre que es tu amigo?
Durante un segundo, Messi me miró a los ojos con la frialdad salvaje con que miraría años después a Van der Saar o Casillas. Tras ese breve vistazo, ni siquiera trató de marcharse: volvió a girarse, dándome la espalda, y siguió a lo suyo.
 
 
Ahí quedé yo, a dos palmos de aquel adolescente, asombrado de mi tranquilidad para asumir aquella humillación. Cuando pienso en el trabajo que me da esta locura cavernícola, y en la humilde repercusión que tiene, me gusta recordar el día en que me comí la espalda del genio. Me gusta recordar que, a pesar de mi natural retorcido, se lo perdoné sin más. Sabía lo que le hacía a Valdés y a Deco a diario. Y sabía que tendría la suerte de contar lo que se avecinaba.

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