Esencias

El legado

26 enero , 2014

De niño crecí al lado de un patio donde solíamos jugar a fútbol. Los partidos acababan 32-31 y sólo la falta de luz, el hambre o los gritos encolerizados de alguna madre marcaban la hora abismal en que quien marcaba, ganaba. Un día apareció un vigilante con un mono azul. Se acercó a nuestro partido, nos quitó el balón y nos comunicó que aquello se había acabado: había normas nuevas. Gordo, calvo y feo, le llamábamos Blue Power. Durante años desarrollamos complicadas estrategias para evitarle y seguir jugando. Pero cuando aparecía, estábamos jodidos sin remedio. Su visión me ha asaltado al preguntarme cómo recordará a Sandro Rosell la enciclopedia del barcelonismo.

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Rosell, Sandro. (Barcelona, 1964). Con él se acabó la música. 

Así de escueta debería ser su entrada. Aún sin saber qué dirá la Justicia de sus variados y oscuros manejos, la sensación es que se ha ido un killer que llegó al Camp Nou para demoler los pilares sobre los que se erigió el mejor lustro de la historia del club. 

Hubo dos mandatos en Rosell: en el primero, conspiró agazapado contra la intimidatoria presencia de Guardiola, hacedor del gran Barça. La montaña de títulos y prestigio del subordinado contuvo al patrón. El presidente logró coger el timón del club al negarse a echar a Piqué y Sex, abanderados de la buena vida en el vestuario, y firmó así el adiós del Mite. Era su momento, pero contra todo pronóstico, sólo se mantuvo durante un año y medio más en la poltrona. Tal vez la culpa fuera de su torpeza. Tal vez del hecho de que se creyó intocable; de hecho, lo era.

La opinión publicada le perdonó sin mayores problemas que colara a Qatar Airways en la camiseta que siempre estuvo limpia y que sólo se manchó para ceder espacio gratuito a Unicef. La zafia maniobra de cambiar Qatar Foundation por la aerolínea sorprendió a pocos y se vio como lógica en tiempos de deuda y miseria. Rosell tampoco tuvo mayores problemas cuando se supo que en la campaña de 2010 se reunió y pactó con los Boixos Nois, que volvieron al Camp Nou y que tendrían hoy su propia grada de no haber mediado los Mossos. El Intocable, ungido del retrógrado establishment barcelonés, salió indemne del escándalo.

La obra de demolición de Rosell se centró en cuatro grandes ejes: hermanar el Qamp Nou con la satrapía qatarí; abordar la construcción o remodelación del Estadi en cualquier proyecto con el suficiente número de ceros; desterrar a Guardiola y al cruyffismo; y fichar a Neymar, posiblemente como primer acto del plan para echar a Messi, plan que Faus delató con unas declaraciones que fueron cualquier cosa menos un error. A la espera de que empiecen a hablar los jueces, cada cual es libre de tener sus propias creencias y convicciones sobre el porqué de esta hoja de ruta. La voracidad mostrada por Rosell en Brasil ha convencido a muchos de que detrás de todo ello pudo haber un interés económico personal. Tal vez el tiempo y la justicia lo aclaren. 

De lo que no hay ninguna duda es de que lo que Rosell ensayó fue una involución a la edad de plomo del barcelonismo, a las épocas en que el poder omnímodo del club se ejercía con estilo oscurantista desde un despacho de la calle Urgell. Libre de Guardiola, dejó a Zubi de florero y se enemistó con los capitanes del mejor Barça de siempre -y con La Bestia Parda-. Tal vez jamás conozcamos la naturaleza de su pacto con Tito Vilanova, pero no deberíamos olvidar aquel «a mí me dan una plantilla y yo la entreno», una renuncia en toda regla al terreno ganado 25 años atrás por un señor que se llamaba Cruyff que le dijo a su presidente que «no tenía ni puta idea» y que todo el poder deportivo era suyo. La desgracia trajo al Camp Nou al Tata, un buen hombre con aspecto y rango de profesor sustituto de gimnasia. El poder, efectivamente, se desplazó del césped a la tribuna.

Las consecuencias no tardaron en aparecer sobre el verde: en pocos meses el fútbol perdió su excelencia, cosa en parte lógica teniendo en cuenta que la inmensa mayoría del vestuario ha ganado más de lo que jamás soñó. Lo malo del asunto llegó con el discurso institucional a la hora de valorar ese fútbol. Un canto a la mediocridad. Sin ambición, sin belleza, sin esperanza. Lo importante era ahora ganar, 1-0, gol de Carrasco tras un barullo en el área pequeña. Como si el fútbol de toque y al ataque no fuera la única cosa del mundo que de verdad nos hace únicos y reconocibles, como si no fuera ése el único camino que nos llevó a la cima. Rosell nos arrebató el fuego, logró desacralizar nuestro juego y encerrarlo en las áreas: ‘Sí, mire, ¿se acuerda usted de Ferran Adrià? Ya no trabaja aquí, era un mierda, ahora ponemos calamares refritos, pero ojo, son auténticos calamares refritos since 1899. De nuevo el resultadismo: Rosell se portó como un digno miembro del Puente Aéreo, pues nadie hizo tanto por acercar el mejor Barça de siempre al infumable Madrí de Mourinho. 

Rosell acometió esta formidable obra de derribo permitiéndose excesos estéticos que hablaban de su cuna, sus valores y del equipo del que se había rodeado. Víctima de ellos cayó gente como Abidal o Mickael y asistimos al grotesco espectáculo de verle enfundado en un disfraz de ecuánime gobernante cuando arrojó a la junta de Laporta a los tribunales. Fruto de sus modales altoburgueses y de esa mezcla de horror y asombro por el pueblo llano prosperó ese gobierno de las encuestas que le caracterizó hasta sus últimos días.  Y todo ello sazonado de pornográficos actos de culto y homenaje a Josep Lluís Núñez, delincuente condenado, fruto de la inclusión en su Junta de los nuñistas más ilustres del lugar –el circo completo: peñas, Boixos, portavoz con pelazo y ¡sí, hasta un descendiente legítimo de Nicolau Casaus!-.

De Rosell puede decirse que el hilo conductor de su mandato jamás fue construir nada, ni ganar nada, ni gritar gol alguno. El tiempo de Sandro fue un tiempo de destrucción, su pulsión primigenia consistió en arrebatarle el club a los del balón y el peto sudado y entregárselo a los príncipes de la hoguera de vanidades de la Barcelona upper. Con Rosell, colorín, colorado, perdimos el relato. 

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Una figura enfundada en un mono azul se acerca al grupo de mocosos. Armado como siempre con escoba y recogedor, les ordena con voz potente que le den la pelota. Pero ese 23 de enero ocurre algo inesperado: los chavales dicen que nanai y empiezan a pasársela los unos a los otros, en un rondito de alto riesgo; el malvado no les alcanza. Por el eco del patio -tac, tac, tac, tac- se adivina que la sinfonía puede volver a sonar.

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