Champions

El predestinado ha vuelto

7 mayo , 2015

De las proezas de La Bestia Parda se ha hablado tanto y son tantas sus maravillas que, brochazo a brochazo, el óleo que plasma su leyenda ha ido adquiriendo el grosor de un muro de carga del abismo de Helm. Ocurre, además, que desde la afonía y la embriaguez es grande el riesgo de perderse en una nueva noche de onanismo, kleenex y salpicaduras culpables. Puede que una noche así invite a ponernos solemnes y simplificarlo todo.

Si quitamos los adornos y el ruido y las tardes y noches de felicidad mundana de toda una década y buscamos el néctar más refinado, más puro y mejor del Dios del Fútbol, seguramente llegamos a ese 2011. Afinemos más: a esa Champions que es lo más alto que ha producido el Barça y, dicen, lo mejor que se ha visto jamás. Más aún, y olvidemos lo que le hizo al Arsenal, exprimamos el microscopio y vayamos a lo más mínimo, quedémonos con dos acciones. La primera tuvo lugar en el Bernabéu: cogió un balón en el centro del campo y cargó, solo, contra cinco defensas de La Banda más infame y violenta que han conocido los días. El segundo momento llega en la final ante el United. Recibe de Iniesta y chuta desde fuera del área.

Olviden la técnica, la sabiduría antigua de su fútbol, la calle en sus movimientos, la velocidad demencial, la fe y el instinto asesino. Olviden todo lo que le convierte en un maestro inalcanzable para Maradona, en la versión coloreada de Cruyff, Di Stéfano y Pelé. Observen las dos acciones: aquella en que convirtió a la defensa de La Banda en cortacéspedes sin dueño y el pepino a Van der Saar. Vean esos goles por enésima vez, repasen su recuerdo, y abracen la idea.

Está ahí, escondida.

Eso es: en ambos goles Messi sabía que iba a marcar. Más allá de toda fe, más allá de todo empeño y de toda voluntad. Obsérvenlo: él estaba en posesión de esa verdad y simplemente ejecutó el destino que en su condición de ser omnipotente había impuesto. No existían otras posibilidades. Ningún Ramos, ni Marcelo, ni aquel ser llamado Lass, ni Scholes, ni el coreano, ni el pobre Van der Sar pudieron hacer nada. Era el trance de La Bestia.

Cosa terrible, ésta. El fútbol es un juego de azar, una cruel, violenta, desordenada e incomprensible sucesión de choques cósmicos en que al final el triunfo cae de un lado o del otro. Excepto: Tres veces en la vida hemos visto como alguien rompía ese azar y ese caos. Fueron dos noches de 2011, y ha sido este miércoles memorable.

Nos regala un copycat de su gol en Wembley ante el que tal vez sea el mejor portero que hemos visto. Nos lo regala con una vividez extraordinaria, en que sólo falta el micrófono de ambiente que destrozó en su febril celebración. Nos da, de propina, la barbaridad al pobre Boateng y la picadita al coloso Neuer. Y entonces vemos su cara, sus ojos, y esa intensidad de quien ya sabía.

Del millón de Messis que conforman nuestra identidad, nuestras ganas de ser mejores y de creer en la redención de la especie humana hay uno muy especial. Es el que no sabe ni quién es Cristiano Ronaldo, ni en qué día vive, ni posiblemente en qué siglo llegó a este mundo. Habita otra dimensión, se ríe en el Olimpo con otras deidades, ahí están Jordan y Muhammad Ali -no busquen a muchos más. Ese Messi ha comparecido tres noches en toda nuestra vida. La tercera fue la de hoy, cuatro años más tarde del mejor Messi. Fue él, con las cicatrices de un mal año, el peso de un club y el rencor a quienes quisieron venderle. Él, con un tatu de la Sagrada Familia en el codo. Fue esta noche. Repasen sus goles y lo verán, está ahí: en todo momento lo supo.

Amigos, el predestinado ha vuelto. Viviremos cien años y los futboleros de los milenios que están por venir nos envidiarán sin límite, a la espera de poder asistir a una sola noche como la de hoy.

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