Blanco impoluto

Autopsia (II). Un mundo cruel

16 abril , 2018

«A mí me hace más ilusión ganar la Liga, es lo más difícil, creo que también es lo que quiere el jugador». Así hablaba esta semana Zidane de la durísima sequía que vive La Banda en esta competición. En pocas semanas se confirmará que han ganado sólo dos de las últimas diez, que ha sido incapaz de imponerse ya no al Barça brillante de Guardiola, sino al Barça saciado del postguardiolismo y al resabiado equipazo que lidera aún La Bestia Parda.

¿Qué le ha pasado al Madrid en este tiempo? Que ha sido inferior, sí, que ha sido menos profesional y menos competitivo, también, y menos fiable. Que es un equipo peor, en definitiva, en la competición que retrata con más exactitud a los equipos. Prueba de ello son esas siete victorias en diez años en el Abernabéu y una sensación de superioridad que rara vez se ha roto en una década. Esta seriedad azulgrana tiene algo que ver con la profesionalidad de la plantilla azulgrana, con el carácter competitivo de un equipo que es el de Messi, sí, pero también el de Busquets e Iniesta. Gente recta. Responsables padres de familia a los que prestaríamos encantados nuestro coche nuevo.

Pero ay, el uno de siete, uno de siete, uno de siete, ay, las tres de cuatro que pueden ser cuatro de cinco. No hubo en Chernobil en pleno holocausto nuclear un pánico superior al que embarga nuestras vidas desde el miércoles. ¿Por qué el Barça no puede soñar con un registro similar, a pesar de ser superior?

Pues bien, hablemos del carácter de la Champions. No hay competición más cínica en el planeta, y por tanto, más futbolera. Ya han visto que los líderes de las dos Ligas más importantes de Europa están ya en pantuflas y ciegos de Trankimazin. El Barça le saca 15 puntos a La Banda, la Juve le sacaba tropecientos a la Roma, el City dobla al Liverpool. Se han clasificado para semifinales, seguramente no por casualidad, tres equipos que han trotado alegremente (rollo Umtiti, para que nos entendamos) por la competición doméstica para, eso sí, llegar desesperados y descansados al momento culminante de la Champions. A la orejona le importan un huevo los merecimientos, la gestión del vestuario, la idea de juego. La orejona la ganaron Bosingwa o La Banda de 2014 después de ganar a Nicosias varios con un gol en el ’93. La Champions es un perpetuo juicio por combate, un choque frontal entre tráilers donde uno de los conductores (ay, emoción) no lleva airbag. El que sobrevive, pasa. Y convendrán en que el espíritu guerrero ayuda a ganar guerras.

¿Y cómo vamos de espíritu guerrero? Resumiríamos diciendo que en el Barça ciertos excesos nos avergüenzan. Entre un Rochemback y un Crosas, no tardamos ni medio segundo en decidir. Entre el veterano Van Bommel y el bisoño Xavi, no me joda usted. Entre Sergi Roberto y Tomás Reñones, en fin. A pesar de la lacra nuñista y sus fichajes por alfabetizar, hay cosas que en el vestuario no cambian: seguimos siendo un equipo con paladar, criterio estético y una versión propia de la culpa cristiana -si no jugamos bien, no merecemos ganar-. ¿Se dan cuenta de la inmensa losa que eso supone en duelos a vida o muerte sin espacios, ni ocasiones, y donde a veces creer lo es todo? Me imagino así una entrevista flash que se hubiera hecho a los capitanes de los dos equipos justo después del 2-0 del martes, con 40 minutos decisivos por disputarse:

-Sí, Andrés, ¿qué le parece esto?

-A ver, si no tenemos el balón no hacemos nuestro fútbol y así es muy difícil, no estamos jugando a nada y joder de dios que me pongo a llorar.

-Sí, De Rossi, qué…

-¡¡¡¡MATAR, TORTURAR, ARRASAR PUEBLOS!!!!

La ventaja competitiva resulta evidente.

El Barça, inevitablemente, arrastra en su genes, en sus colores, la educación sentimental de lo que viene siendo su ciudad, Barcelona, y su país, Catalunya. La historia y la incomprendida cosa vernácula nos han legado un cierto carácter derrotista y un natural a menudo asustadizo, temeroso de dios y de los hombres. También están ese mar y esa luz y esos fogones que nos hacen sensibles al placer, amigos de la estética, sentimentales y volubles y algo poetas y bastante melindros. Sólo en semejante caldo de cultivo podía nacer el mejor fútbol del mundo: los niños de todo el mundo sueñan con jugar en la catedral del fútbol ofensivo y espectacular. En nuestro fuero interno, seguimos pensando que igual no vale la pena jugar al fútbol si no es para hacerlo bien, para arrancar gritos de admiración. La idea, que seguramente inculcó Cruyff a fuego, ha hecho del Barça un equipo único en el mundo: nadie a nuestro nivel. Pero hay, decíamos, una competición que no mide otra cosa que los bazokazos. Y ahí arrastramos un enorme lastre.

Hablemos de este rival temible, esta Banda que nos ha tocado sufrir: si el Barça es un enfermo de estética, el Madrid lo es del triunfo. Triunfo a cualquier precio. No importa cómo, y por no importa cómo quiere decir exactamente eso: metes el 4-1 de una final de penalti y ante un rival en silla de ruedas y te despelotas y gritas cual Conan.

Parece lógico que la competición más cínica del mundo elija a los rivales más cínicos del mundo. Y de todos ellos, hay uno que es la pura encarnación del cinismo: ganar Champions quedando sexto en Liga. Ganar Champions por un gol pese a las siete ocasiones claras del rival. Ganar Champions abusando de la fragilidad mental del rival. Ganarlas en el 94 después de no haber jugado contra nadie, con un sorteo que es digno de baraka o de Fiscalía Anticorrupción. Ganar cuando lo mereces, ganar cuando no lo mereces, ganar sin jugar a nada. Córners, golitos en fueras de juego, amonestaciones que salen al revés en el momento crítico. Penaltis salvadores, por supuesto. Y ganar siempre dejando al rival con la ceniza de la injusticia en los labios: bonito cónclave de agraviados el que han formado el Atleti, el Bayern y la Juve en los últimos años. Esto es El Mundo contra El Mal, pero vigilen lo que apuestan, que sólo hay un club que haya hecho del ganar un argumento existencial como lo es el respirar.

El cinismo de La Banda es inmenso, oceánico, y tiene también su dificultad. La principal: la renuncia absoluta a la estética o al sentido del ridículo. «Échale huevos Real», canta el Bernabéu en los momentos negros. «Somos el Madrid» como única táctica ante los partidos decisivos. Una docena de tíos levantando los brazos hacia la grada en un ademán simiesco que por otros lares sólo ha practicado Puyol. Miren, donde otros vemos mierdas grotescas, chotis franquistas y proclamas preconstitucionales, en el Bernabéu ven movidas cojonudas. Es un producto realmente infame que no comercializan: todo consumo propio para su propio público y sus paladares romos.

Seguramente a estas alturas de la vida ustedes ya empiezan a saber que el que renuncia a la belleza acostumbra a ganar.

Hay otro mérito en lo que hace el Madrid: una testarudez granítica que hace que en cualquier temporal haya siempre tres tíos que cogen un cubo y se ponen a achicar agua. Al no sentir culpa ética de ningún tipo y no estar sometidos a la tiranía de la estética, y sabiendo que sólo les miden por ganar, el escudo entra en acción y se ponen a soltar mordiscos cuando ya no les queda ni media bala.

Había una cumbre no superada que fue la Champions del 2014 con gol en el ’93. Se superaron en 2016 con un gol en fuera de juego, un penalti fallado por el rival y un triunfo en los penaltis. El 2018 nos ha traído otra cumbre con el golito a la Juve en el ’96 con un penalti mal pitado. El clímax llega cuando Cristiano, aclamado por la afición rival en el partido de ida, se desnuda para celebrar y acto seguido, ante un micrófono, dice que sí era pena máxima y que la Juve fue violenta. Y a su alrededor, el Bernabéu entero entona cómo no te voy a querer, un cántico de resonancias pinochetistas, pero qué cojones, qué más da, Somos el Madrid y en el Madrid no se debate: se gana.

No me dirán que no son un amor. No me dirán que la competición no fue inventada para ellos.

¿Significa esto que el Barça no puede ganar? No. Significa que es un mundo cruel y que tenemos que remar el doble. Que nuestra cultura, que nos convierte en el equipo más bonito del planeta, es también un lastre: en Champions, el Barça siempre es visitante, La Banda juega el Santiago Bernabéu. Hay que asumirlo sin dramas. Significa que hay que esforzarse para que en la plantilla haya siempre jugadores inconformistas, rebeldes de frenopático, Hristos, Decos y Alves, personajes a los que nunca jamás dejarías a tus hijos ni cinco minutos. Deportistas ajenos a la cultura de la culpa que no se resignen, que vuelen en Kaiserlaurtern en el año 92, que pongan un melón al segundo palo en Stamford Bridge en el 2009. [Nota importante: El otro día los cambios fueron André Gomes y Alcácer y Dembélé. Mi abuela la Moños no entró]. Y también significa, atención, que la Champions no puede ser la medida de todas las cosas. Porque si primero hemos rajado del Barça y luego del Mal, ahora les toca a ustedes.

El naufragio de Roma nos ha vuelto a poner ante el espejo. En pleno abril ya no queremos saber nada más del mundo hasta que juegue Messi en Rusia y a duras penas podremos celebrar lo mucho que ganaremos en los próximos días. Se nos ha acabado la primavera de repente e igual tendríamos que hacer examen de consciencia.

Es el aficionado del Barça el sudoroso contable que con su calva y su sobrepeso y sus maneras forzadas ambiciona en secreto hincarle el diente a la buenaca del cuarto, tirar por la borda un feliz matrimonio y acabar sus días entre grandes broncas y al borde de la quiebra. Es la afición del Barça ese grupo de amigas muy amiguis que se han ido a Cannes de fin de semana a celebrar que una de ellas se casará con un novio guapo, surfero, consultor y que toca el bajo en un grupo. Pero el lunes, al volver, ya todas envidian a la desequilibrada que se tiró a un camarero argentino que le hizo cosas que superan el kamasutra para aparecer en el Código Penal.

Ay, el género humano. Ay, el querer siempre lo que no tenemos. Ay, las pulsiones depredadoras que habitan aquí dentro. Ay, el desprecio a los admirables padres de familia, a la gente que se esfuerza por llevar algo de poesía al planeta. Ay, el odio a los que fracasan, a los que intentan no avergonzar a sus ancestros. Ay, la locura de convertir la Liga en un perpetuo melafo con desprecio.

Y sin embargo es cierto: amamos la Champions por encima de todas las cosas.

En este choque de realidades, en esta contradicción y esta dificultad, en esto radica la magia del fútbol. Aquí está el sentido y la necesidad de combatir la obra del Mal, de plantar cara a la fábrica de dolor. Y justo aquí, rebusquen bien, está también la certeza de que volveremos.

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