Cavernícola

Un total de once

24 marzo , 2019

Lo crean o no, son once los años que hace que damos la barrila en can Caverna. La imperfección del 11 nos recuerda lo absurdo y típicamente humano de este deporte nuestro. Ni exacto, diez, ni bíblico, doce. Este capricho ha hecho posible que para afrontar el mundo tengamos  dos piernas, dos brazos y un once que nos llevaríamos al fin del mundo para ganar cualquier batalla.

Permitan, en este aniversario, que les confesemos el de la Caverna.

Valdés. Seguramente no hemos pasado nunca tanto miedo a perder, tantísimo, como en esa final de Champions de 2006. Sus 40 milagros de aquella noche lluviosa le convierten por siempre jamás en el guardián de nuestros sueños, en el padre que nos libra del mal, en el guardaespaldas que se lleva la bala por nosotros. Fue el portero del Gran Barça, por sus reflejos y por una competitividad absolutamente demencial. Y además, algo que suma, Valdés estaba, esperemos que aún lo esté, como las maracas de Machín. Acababa un entreno random en una semana tonta y se iba a por una vaca sagrada, le agarraba del cuello y le increpaba: «El domingo vamos a perder por tu culpa, porque llevas toda la semana arrastrándote, porque eres un mierda y un vago y te ganarán la espalda y nos joderán». Ése era Valdés. Alguien que veía normal pelearse en un cine por defender el inexistente derecho de su señora a fumar, alguien que acabó enemistado con todos quienes le apreciaban en el vestuario, alguien a quien querríamos en esa épica batalla final por la salvación del Universo.

Alves. El fútbol no es cosa de monaguillos, no. Es más bien cosa de corsarios, de gentes capaces de indisponerse contra el nuñismo sociológico y conservar la titularidad durante ocho temporadas. Alguien que ha batido el récord mundial de títulos -qué raro, sus equipos siempre pillaban la ola buena-, un artista que durante años detentó el galardón, aún más importante de ser el principal asistente de Messi, título que le ha arrebatado Suárez esta temporada. Un lateral profundo y agresivo, que no se escondía, que florecía en primavera y olía el metal de los títulos y el miedo del rival en los grandes partidos y que, flipen, pese a su condición de lateral no se quedaba bizco a la hora de devolverla de primeras. Alves fue la muleta del más grande y fue también aquel esprint sin sentido a pedrada de Mascherano que habría de valer una Liga.

Koeman. Porque nos hizo entender que un defensa no era un armario bigotudo a quien la gente le pedía sangre, ni un atleta vigoréxico capaz de correr los 100 metros en cuatro segundos. Un defensa como piedra de toque del fútbol, con más talento que muslos, que cubría la zaga con su imponente presencia. El autor del mejor gol que le hemos visto a un central, y el hombre que con su zapatazo inmortal nos subió por primera vez al cielo europeo. Por esa proeza recibe cada año, cuando se acerca el 20 de mayo, decenas de llamadas de periodistas catalanes, y el hombre aún se emociona, aún llora al recordarlo.

Abidal. En nuestra ignorancia creímos que era imposible que un lateral zurdo pudiera emocionarnos. Abidal, con sus limitaciones ofensivas y sus formidables condiciones defensivas, fue el autor de la historia de superación más asombrosa que hemos visto en este estadio: del cáncer a levantar la Champions del mejor equipo de nuestra vida. Una foto que permanecerá en la historia del deporte y que tenemos junto a la de nuestros padres felices, en blanco y negro, y aquella del pesadilla del sobrino en su comunión. Seguramente nunca se verá en un estadio una imagen que nos conmueva tanto.

Guardiola. Éramos adolescentes y no sabíamos nada de la vida, Cruyff acababa de llegar. Pero le veíamos tocar con esa fuerza y esa clarividencia el balón y pensábamos «nunca habrá uno mejor». Fue un tío sin gol, sí, pero también un tío sin fuerza, sin velocidad y sin regate. Un tío con pinta de espantapájaros y que en las celebraciones parecía tener un nulo control de sus extremidades superiores. Un alguien que habría fracasado en absolutamente todas las disciplinas del atletismo; un centrocampista nacido para el Barça que junto a Romário dejó obras inmortales.

Busquets. Habrá sido el envejecer y el perder cambio de ritmo, pero uno disfruta cada día más con este artista del slow motion, con este asceta del cruyffismo, con la brújula del mejor equipo de la historia. Con una psicomotricidad más cercana a la de Roberto Dueñas que a a la de un gurú del kama-sutra, lleva desde juveniles demostrando que se puede jugar a fútbol desde una baldosa y controlar lo que hace un equipo y lo que hace el rival sin abandonarla. Competitividad salvaje, sólo él tiene un mejor porcentaje de victorias que el tal Messi. Y uno ya ha asumido que los grandes premios le pasarán de largo, no así los elogios de los más grandes entre los que le han visitado en la medular.

Xavi. Con él se rompió el molde. Nadie puede representar mejor el estilo Barça que este seis compacto y en permanente movimiento. El arquitecto del Gran Barça jugaba en corto y en largo, rodaba sobre sí mismo para humillar a todo aquel que no respetara su espacio, buscaba con maldad al genio y hacía que el fútbol fluyera al ritmo de una cabeza, la suya, esculpida desde niño en la Masia. Nos dejó cuatro Champions, el mejor fútbol de nuestra vida y el recuerdo inmortal de una tarde con cuatro asistencias en el Averno.

Iniesta. Nació en el tiempo de los monstros pero desde el primer día hasta el último, para muchos entendidos él fue el mejor. Este enjuto y explosivo pájaro lloró por el Barça más que cualquier adolescente culer en los años 80 y creció y creció hasta convertirse en el aceite que hacía girar y entonar el moto de la formidable sinfonía del Barça de Guardiola. Sus regates y asistencias quedarán durante décadas como ejemplo de lo que un centrocampista de creación puede llegar a hacer sin dejar de hacer buen fútbol en cada control y en cada desplazamiento. Peleado con el gol y con el verbo, suyo fue el más grande alarido de la era dorada.

Stoichkov. Un día pisó a un árbitro y cambió nuestro destino de club de mierda. Ganador, psicópata, demagogo y populista, nos gustó en lo grande, con Cruyff, y en la miseria de su retorno. Sus sprints demenciales y fútbol gitano, con esa zurda demoledora, no le bastan para ver de cerca a Romário o a Rivaldo, ni al de alguno más que le superó limpiamente en talento. Pero Hristo marcó a toda una generación, a todo un pueblo. Un día, allá por el año 90, nos susurró al oído, con ocho faltas gramaticales y fonética imposible, que a partir de entonces perderían otros hijos de puta.

Messi. En esta edad de los milagros ninguno es más grande que La Bestia Parda, que Leonardo da Messi, que el Zeus del Fútbol. No hay historia más ejemplar desde sus inicios enanos, no hay producción futbolística que se le pueda igualar. El Jordan de Chicago y el Muhammad Ali de Kinshasa llevan desde 2004 haciendo de nosotros la gente más afortunada del mundo. No son los récords, ni los goles, ni los regates. Es la permanente convicción de que asistimos a la perfección absoluta, de que un pase no se puede dar mejor, un golpeo no es mejorable, un regate no se puede hacer con menos gestos. Para más inri, aaaaaah, odia al Madrí más que usted y yo juntos. Para más inri, AAAAAH, igual nos dura hasta los 40.

Ronaldinho. La felicidad llevaba el 10 y arrasaba la banda izquierda. Cambió un club de tinieblas por una juerga pirotécnica, hizo en el campo lo que no hacemos ni en el pasillo de casa, alegró a todos, convenció a todos, destruyó a quien se le puso por delante. Regaló cuatro años de fútbol de locura, derroche y fantasía antes de su pronta retirada, pero lo hizo erigido ya en dios inmortal y habiéndose asegurado de que nunca jamás podrá pagarse un cubata en este su pueblo.

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