Héroes

Última noche con Carlos

13 agosto , 2019

Es una noche de mayo y te lo encuentras en la tele; muy de vez en cuando ocurre y hoy ha habido suerte. El show comienza ya en maquillaje, discurso a 1.000 revoluciones, risa incontrolada, ojos enloquecidos; y el show sigue sigue mientras esperáis para entrar en directo, el volumen exagerado, saltironets, su cuerpo de barrilete cósmico en ebullición, a cada idea, una contorsión.

Durante el programa, te da una palmadita furtiva en la espalda, está nervioso, le tocas el muslo con cariño, el ríe desaforadamente la sección de otro invitado. Te sientes un perfecto impostor cuando compartes plató con su monstruoso carisma. Le toca: habla de fútbol sala, de fútbol femenino. Da igual de qué hable: Carlos siempre habla bien de todo el mundo con torrencial energía pero también con ilusión y cariño, como lo harías tú si fueras más persona, si no te hubiera picado el veneno de la vanidad, del rencor, si tuvieras algún sentido de la humildad o, al menos, de la prudencia. ¿Sabe Carlos que el mundo está lleno de hijos de puta? Carlos sabe, pero Carlos es distinto.

Algo sabrá, vivió montones de pérdidas personales. Y hubo también naufragios profesionales. En la empresa de su vida, para invitarle a que se marchara, relegaron a Carlos, eminencia mundial de la edición gráfica, al muy honroso cargo de redactor del suplemento de Motor. Aquel dios del periodismo rellenaba fichas de coches. Tantos centímetros cúbicos, tanta velocidad, tantos caballos, tantas mierdas. Eran las sutilezas de los Recursos Humanos del siglo XXI, y él te lo contaba descojonado.

-¡Estoy de puta madre, he descubierto el Control Ce, Control Uve, es la hostia! ¡Saldré de todo esto sin haberme tomado ni una aspirina!

Después del programa, te lleva en coche de regreso a la ciudad. Pasaréis por el restaurante de su hijo, aparcaréis y gintónics. Aparece por el Berbena con ese cariño de los padres que demasiados años se entregaron en cuerpo y alma al trabajo, y pregunta los detalles, el qué tal, el cómo ha ido; en el local friegan, apilan sillas, está vacío y ahí está su hijo; agotado, responde con monosílabos, como se le responde a un padre que tiene otros 1.000 hijos, todos periodistas, presuntamente maravillosos, más probablemente unos golfos adictos al humor avasallador de su padre. Carlos procesa y digiere la parca información que se le ha dado, y mientras carga con una saca de manteles que llevará a casa para lavar, llega a su conclusión y la hace mantra:

-Ha ido de cojones, le ha ido de cojones, a Carles le ha ido de cojones, va de cojones, ha sido un día de cojones.

Llegáis al Bobby Gin. Hace mucho tiempo que dejaste de sorprenderte que un tótem como él tuviera la paciencia de compartir confidencias y tiempo con un no ningú como tú: su generosidad es oceánica. También hace mucho que has aprendido a compartirle con la gente que le para por la calle. Ignoras las miradas indiscretas de otras mesas, ya casi has dejado de darte cuenta. Pero hay algo que no te ha abandonado cuando estás con Carlos. Te da vergüenza, pero sigue ahí. Es un instinto periodístico, una codicia, un ansia notarial que te embarga cuando abre la boca: por lo menos tres antiguos móviles tuyos contienen notas escritas con sus antológicas anécdotas en noches de abrazos y alcohol. Casi seguro que en un par de ellos encontrarías grabaciones de voz. Porque lo que cuenta es caviar, vestigios de un mundo que desapareció. Eres un niño y qué vas a saber tú, pero intuyes desde hace mucho que Carlos es una criatura del Olimpo y muy probablemente en esta Barcelona de los juntaletras, él es el Zeus tronante.

Y la voz atrona y te hace cosquillas, y despliega su encanto, mil veces te ha hecho llorar de la risa, más que la inmensa mayoría de tus familiares más cercanos; comenzó en aquellas clases a las ocho de la mañana, cuando le poseían Mick Jagger y Celia Cruz y gritaba de admiración viendo portadas que ya había contado mil veces, saltaba, fumaba, juraba, se ofendía, joder, y querías ser periodista, querías ser capaz de amar un periódico como lo hacía él y todo aquello cobraba sentido.

También te ha hecho sufrir, como la noche de aquella angustiosa anécdota. Volviendo de Cadaqués, transitando esas curvas asesinas, conducía detrás del coche de su hermano Emilio, dos coches en la oscuridad de la noche, y vio cómo su hermano empezaba a cabecear, cómo se quedaba dormido y le vio ignorar una curva para despeñarse al vacío, el coche salió volando, y él corrió con el corazón en un puño hacia el barranco y vio el vehículo allá abajo, estrellado cerca del mar, humo y augurios fatales, y le hizo la única pregunta que podía hacer:

-¡¿Emilio, te has matado?!

A lo que una voz, desde el amasijo de hierros 50 metros más abajo, respondía:

-¡Mis gafas, me cago en Dios, no encuentro mis gafas!

Ha habido veces que te ha faltado el oxígeno, que ibas a desplomarte de tanto reír, con tus amigos le habríais manteado porque aquello era un artista desbocado y a los artistas se les aplaude. Aquella noche en que, esférico, con una fotogenia fascinante, estaba literalmente tumbado en el sofá del bar, un emperador romano, y os contó que siendo un adolescente, iba a buscar a Josep Pla a la estación de Sants en un coche de la familia, y que el genio literario escupía, ESCUPÍA, dentro del vehículo, y que luego dejaba un manuscrito miserable con caligrafía abigarrada y milimétrica, ahorrativo hasta lo patológico, y cómo se pasaba el resto del día dedicado a limpiar escupitajos y a descifrar el artículo, artículo que hoy, por cierto, es historia de la literatura. Carlos, Josep Pla; Josep Pla, Carlos. Como no podías cerrar la boca, pues te reías.

Pero eso fue otra noche. La de hoy, que será la última, te depara otros viajes. Y cuando arranca ya estás con la risa floja y Genghis Khan cabalga glorioso para contarte que resulta que Messi entrena aún mejor de lo que juega, que es una cosa acojonante, y que hubo un directivo que fue el encargado de llevar a Alexis Sánchez en su primer día del aeropuerto al entrenamiento, y de camino le preguntó que por qué había fichado por el Barça, a lo que el tímido futbolista andino repuso que «para ganar el Balón de Oro». Y el directivo se quedó a ver la sesión, y a la salida se le acercó a saber si había estado bien, si había disfrutado del estreno.

-Sí, sí, todo bien. Ahora ya sé que nunca jamás ganaré el Balón de Oro -respondía calmoso Alexis, que acababa de descubrir a la Bestia Parda en su cotidiana y gloriosa crueldad.

Hay una sombra en esta noche memorable: Carlos, que lo sabe todo de edición gráfica, de fotografía, de maquetación de diarios, que es un tío con un total de cero vanidad, que le oíste hablar el primer día y entendiste que acababas de conocer a tu primer intelectual y lo confirmaste en su casa, ese monumento a los libros que tiene con la Canut, ese altar a la Cultura Occidental donde te sentiste la ameba más retromónguer de tu charca, pues ocurre que ese mismo Carlos está preocupado por el artículo que publicará en un diario deportivo pasado mañana. Y te lo lee. Que si lo ves bien. Que si lo ves así. Que si te gusta. Y tú le dices que claro que está bien, que está cojonudo; entre ambos, que sois amigos, hay muchos implícitos que son tabú, siendo el primero de ellos que Carlos nunca sabrá de fútbol lo que ha sabido de periódicos, Dios santo, aquella vez que fue a Brasil al lanzamiento de un diario nuevo, igual era el Extra, y hubo una promoción de primer día que consistía en que regalaban sartenes a los lectores, y el diario arrasó, lo vendió todo, no quedó ni un puto periódico por vender en todo Brasil, la gente por las calles enloquecida con las sartenes, y Carlos estaba en la redacción cuando llegó la noticia del formidable éxito de ventas, y se desató la juerga de cánticos y percusión, y corrió el champán, corrió champán en una redacción y ahí estaba el Dios del Periodismo para morirse de la risa, y lo cuenta con una pasión y una energía que jurarías que este hombre nació con un cometido, que era embarcar a miles de infelices en la azarosa miseria del periodismo.

Otro implícito: Carlos nunca te ha reprochado tu antinuñismo galopante, la bilis que destilas, las hostias que dejas a cada párrafo en ese blog de mierda, blog de mierda que, hay que joderse, Carlos lee. «Esta semana ha escrito un artículo contra Rosell durísimo, PERO DURÍSIMO, DU-RÍ-SÍ-MO», les contaba un día a unos alumnos, y tú contaste tres durísimos y no sabías dónde meterte, pavo, este tío te quiere, este fenómeno te aprecia de verdad, podrías darle gusto por una vez, o portarte como una persona civilizada, o demostrar que has aprendido algo de él, pero no, tú ahí, a degüello, imbécil, que eres imbécil. Por suerte, ese otro implícito: con su mirada triste, él daba ejemplo, pero no exigía que fuerais como él. Igual se sabía único.

Pero esta noche de mayo del 2019 que querrás recordar al más mínimo detalle está a punto de llegar a su culmen.

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Te cuenta que allá por 2010, la revista Time -lo pronuncia sólo un poco mal- llamó al Barça para pedir una entrevista con Messi: iba a ser portada de la influyente publicación, un privilegio que antes sólo habían disfrutado dos deportistas: Ali y Jordan. Y que lo haría su mejor periodista, Bobby Ghosh, y las fotos serían cosa de Joachim Ladefoged, un danés, el mejor retratista del planeta. Y el Barça dice que joder, que adelante. Y todo está listo. Pero algo se tuerce: Messi dice no. ¡MESSI DICE NO!, truena esta criatura nacida para el placer de sus contertulios.

Pausa dramática, pero atención, no se vayan aún, Time no desiste y nueve meses después vuelve al ataque. Que si portada de cinco de las seis ediciones mundiales, que si patatín, que si Ghosh, que si el danés de las fotos acojonantes. Y todo el entorno de Messi se moviliza y logran que La Bestia dé el sí. Pero ojo. Messi pone una condición: «Sólo 15 minutos». ¡¡QUINCE MINUTOS!!, grita, y os abrazáis, y os morís de la risa, pero la revista americana sigue adelante y moviliza al danés, que viaja con un camionaco lleno de mierdas y con el encargo de su hijo de que si vuelve sin una camiseta firmada por el Dios del Fútbol, que no entra en casa. Y sólo tenían 15 minutos, 12 para la entrevista, tres para la foto.

Y la tensión narrativa crece hasta que Carlos te cuenta, tú estás en trance, él está en trance, dirías que todo el bar escucha, que resultó que el día de la entrevista todo fue como el puto culo, que Messi les odió en cada uno de los 15 minutos que duró aquello, y que al final, Ghosh, desolado, le preguntó por medio de la traductora «¿qué te ha molestado más, las fotos, o las preguntas?» Y Messi, que está con una cara de mala leche ACOJONANTE, PERO ACOJONANTE, les dice «Los dos» y se gira y se va sin decir adiós. Y aquella carcajada que suelta te mecerá durante años, dios mío cómo os reís, por lo visto hay un vídeo de ese making off, pero quién quiere vídeos cuando tiene a Carlos Pérez de Rozas en toda su potencia, en toda su hipérbole y en toda su gloria.

Es la hora de la despedida. Carlos, con quien te sentías único en el mundo aunque tuviera centenares de amigos y miles de discípulos, que te hacía creer que eras grande, que eras maravilloso, da su último paseo nocturno contigo, aunque ninguno lo sabéis. Y llegas a la esquina del último adiós nocturno con esa persona irrepetible, ese monumento al optimismo y la bonhomía, ya estás en Gran de Gràcia con Travessera. Y os abrazáis.

-Eres el mejor, Carlitos.

-Te quiero, Albert.

Y os separáis, y es el adiós.

Pero a los diez metros, oyes un grito y te giras, y asoma su figura de chiste por la esquina, ha retrocedido para decirte una última cosa.

-¡Albert! ¿El artículo está bien? ¿Te ha gustado?

-¡Está cojonudo, Carlitos!

Y se va. Esa última pregunta es una cosa maravillosa, porque hay un primer y fundamental implícito en vuestra amistad. Os importan un pito los artículos: los dos sabéis que el periodismo es algo mucho más grande. Algo que en su máxima expresión se parecería a una última noche con Carlitos.

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