Champions

El hundimiento

15 agosto , 2020

«Aquella casa era, en realidad, como la vida de uno mismo. Y entonces… ¡Bum! Los Stukas. Los obuses. Y aquella vida, como las casas de los alrededores, vuela en mil pedazos. La estabilidad, la respetabilidad, las esperanzas… derrumbadas en un santiamén. Y tú, tu mujer y tal vez también vuestros hijos, camináis ahora por las carreteras, hambrientos, suspirando por beber un poco de agua; como un animal o a lo sumo -¡quién lo hubiera dicho hace un mes!- como un hombre de las cavernas».

William Shirer, Diario de Berlín

8-2 y el miedo a encontrar wifi, a abrir el Whatsapp, a encontrarse a nadie. 8-2, un bochorno de 74 años que tres generaciones de culers curtidos se ahorraron. 8-2 con el brazalete en manos del Dios del Fútbol y con todo un planeta mirando. Hará un año, cuando el naufragio de Liverpool, muchos tuvimos que admitir que lo ocurrido contaba con nuestro plácet: el Barça era, como es hoy, un castillo de naipes que se aguantaba sobre delicados y sutiles implícitos.

Dichos pactos eran claros y tenían tres partes firmantes. Por una parte, la peor junta de la historia, una junta que concatena la letal combinación de rencor, incompetencia y sudapollismo que define al nuñismo de ayer, de hoy y de siempre. Una segunda, que forman los veteranos del primer equipo, últimos representantes de la mejor generación de la historia del club, últimos representantes del mejor equipo que haya jugado a esto. Y por último, nosotros, una pandilla analfabeta, indignada, resignada y eminentemente impotente.

Los acuerdos iban en tres direcciones: el vestuario pactó con el Diablo por la juventud eterna, o más exactamente, por la vejez infinita. Los primeros tapaban con chispazos de fútbol las vergüenzas oceánicas de un presidente que raro sería que no acabe ante el juez por administración desleal, ¿hay algún abogado en la sala? A cambio, la junta se negaba a renovar un vestuario agotado que nos ha acostumbrado a convertir las grandes noches europeas en happenings de angustia, moco y sollozo. Unos, eso sí, se hincharon a ganar ligas, copas, a rozar la última Champions hace sólo un año. Los otros, en fin, han sacado a Gaspart del abismo en que habitaba como peor presidente de los tiempos.

El segundo pacto era el nuestro con los jugadores. Tan buenos han sido, tanto hemos gozado, que decidimos que aquí no había prisa que valiera. Mientras haya diez arbeloas con un número homologable de extremidades para acompañar a Messi, creeremos que todo es posible, que puede llover hacia arriba, que perfectamente follarnos al Bayern aunque no podamos con Osasuna. Y nosotros, pueblo civilizado, hemos cumplido: jamás se tratará como perros a leyendas como Busquets, Suárez o Alba. Nos negamos a insultarles en el adiós, aunque permítanme, habríamos sido infinitamente más dulces que esa máquina asesina que es Thomas Muller.

Y sí, también pactamos con el mayor enemigo del Barça en 120 años, don Josep Maria Bartomeu, y con su mentor, Sandro Rosell. De nuevo a causa de nuestros valores occidentales, considerábamos que había que tragar con lo que las urnas habían rebuznado, que total, esto acabaría algún día, y que mientras retuvieran a Messi, que destrozaran lo mínimo.

8-2. Traigan acá esos documentos, que vamos a proceder a prenderles fuego, a romperlos, a comérnoslos. Ya no valen.

Empecemos por los jugadores: en su tarea de acompañar a Messi en sus últimos años tienen un 2,5 raspadito. Esta temporada ha sido la primera desde 2008 en blanco (hasta el Tata, en el 14, se llevó una triste Supercopa). Pero amigos, nosotros no somos bestias cínicas ni actores pornos, nosotros comprendemos el valor de la belleza y nos metimos a esta mierda por el gozo y la diversión del fútbol. Y no es que no ganemos, es que no jugamos. Los jugadores, ellos y nadie más, deben entender que hemos presenciado el peor puto fútbol desde Gaspart. Hemos hecho de Arturo Vidal titular y con razón nos han sangrado las córneas dos veces por semana. Hemos perdido el interés, hemos acabado por vulgarizar el último rincón sagrado de nuestra sórdida existencia.

Y vamos a decirlo bien, porque a las leyendas se las trata con deferencia: cojan el chándal, lloren en la sala de prensa, y hasta siempre. El terrible 8-2, qué hermosa y malvada sonoridad la de este resultado que nos acompañará durante décadas, tiene la virtud de dejar señalados. Sergio, le hemos querido como a un padre. Ni un año más, déjenos recordarle en Youtube, qué futbolista único. Jordi, no le colgamos por lo de Roma, no le descuartizamos por lo de Liverpool, no olvidaremos nunca cómo entendió a la Bestia Parda. Ni un partido más. Luis, es usted leyenda, más de 300 goles, alaridos que nos han alargado la vida, el hombre que más asistencias le dio a Messi, ¡la eternidad le espera!; ni un partido más.

A ellos, junto con Rakitic, Umtiti o la cabra loca chilena, queremos recordarles que han logrado que llegáramos al descanso en esta noche de horror con 14 ocasiones en contra y cuatro a favor Y NOS PARECÍA QUE ERA UN BUEN DÍA. Han logrado que asumamos como normal que debemos ceder la alternativa. Somos gente pacífica y sólo diremos que a Puyol no le recordamos ya grandeza alguna, porque firmó, antes de irse un agónico sexenio de decadencia. Nos limitaremos a decir que Iniesta vivió París, vivió Turín y montó una rueda de prensa.

Otro pacto se ha roto esta noche, más profundo, más transversal. Es Barcelona, este país, un mundo de sobreentendidos y poderosos autoengaños colectivos. Durante décadas supimos que los Pujol no eran un faro de la honradez, y callamos. Durante décadas hemos sabido que Juan Carlos de Borbón no había acumulado una fortuna de 3.000 millones de euros jugando a la quiniela, y callamos. No hubo revoluciones armadas ni tomas de la Bastilla: tenemos fútbol de pago y un Citroën cojonudo; también porque habita en nosotros un ridículo y pequeño y poderoso vasallo; y tercero porque gritar cansa y esta noche nos va mal que estamos enganchados a La Casa de Papel. Pero sinceramente, basta. La desgracia acometida por Bartomeu al volante de la máquina de demolición de Rosell debe parar ya. La deuda infinita, el insultante tráfico de los brasileños del B ante nuestros ojos, el indisimulable tufo a corruptela y dejadez.

Todo tiene un límite. Hubo un señor en esta ciudad, de nombre Fèlix Millet, que se dio cuenta un día con horror que no podía entrar en los restaurantes, porque el resto de comensales le increpaban y hacían ademán de largarse si al patricio corrupto le servían una cola aceituna. No, ciertamente no es la guillotina, pero Bartomeu debe pensar ya muy seriamente si además de ser recordado como el hombre que asesinó al mejor equipo de la historia con una gestión maléfica quiere ser señalado el resto de sus días como el hombre que asesinó al club. Ya es, y siempre será, el padre del 8-2. Él y Rosell, son los artífices de que esta noche se enfrentaran Thiago y Arturo Vidal y de que el que lucía nuestra zamarra fuera la mara. Sabemos qué encontraron en 2010, sabemos qué dejan en 2020. Lo sabemos, y a veces parece que dormiremos eternamente, pero no es así, pregúntenle al Borbón, oculto en Vladivostok.

Hemos entendido hace mucho que odian el fútbol. Nos preguntamos, ante semejantes rostros de hormigón, si acaso tienen intención de volver a pisar un restaurante sin tener altercados con el maitre. Por lo que a nosotros respecta, los contratos son papel mojado. Los que les votaron no merecen más consideración que Semedo, son todos Semedo. Desaparezcan de nuestras vistas cuanto antes, porque tenemos un 8-2 que digerir y los hombres de las cavernas sedientos y sin esperanza no siempre podremos conducirnos como lords ingleses del siglo XVIII.

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