Éxitos

El presidente que odiaba el fútbol

3 noviembre , 2020

Y dice la leyenda, queridos niños, que Josep Maria Bartomeu Floreta intentó hace poco más de un año fichar para la causa a una leyenda del Barça, un exjugador respetado, un auténtico pata negra del club. Para un puesto clave, clave de verdad. Y cuentan los piedras, susurran las plantas, se escucha en el viento, que la conversación acabó así:

-Presi, no hi aniré. ¿Tu saps la qualitat de vida que tinc?

La respuesta debería tener su espacio en el museo de los horrores del barcelonismo.

-No passa, res! Tindràs exactament la mateixa qualitat de vida! Viuràs igual de bé!

La frase de Bartu define muy bien lo que ha sido el mandato del ya peor presidente de la historia del club, en un honor compartido con su valedor y alter ego, Sandro Rosell. Pero si al primero le definió el rencor del anticruyffismo, el segundo añadió dos ingredientes fenomenales a la repugnante olla podrida que se ha cocinado en los últimos tiempos en Aristides Mallol. Este par de ingredientes son el sudapollismo y la caradura. Viuràs igual de bé.

Las danzas por la caída del régimen empezaron hace ya una semana. Una semana de quemar suelas de zapatos y de comprobar en qué manos está la junta gestora, de paladear la lamentable sociedad en que vivimos. No nos lamentaremos aún por esto último, conviene celebrar ahora que el régimen del nuñismo 3.0 no acabó sus días en la cama. Recordemos cuál ha sido la naturaleza del mal que dejamos atrás.

Josep Maria Bartomeu, hijo de Sandro, nieto de Núñez, sobrino de la estirpe Casaus y ahijado de los Gaspart. Hijo predilecto del upper, genuino producto de una cierta burguesía que inventó el arte de la mentira máxima, de la mentira rotunda, de la mentira total. Moldeado en la empresa familiar y empaquetado en Esade, donde ejerció de delegado y alumno ejemplar en un aula en que su amigo, el malote Sandro, ejercía de quarterback, oh, sí, Kimberly. De esa relación parasitaria, de esa complementariedad, hicieron modo de vida; de esa relación utilitaria (conmigo molarás/conmigo aprobarás) surge la peor era del Barça.

Es de menester, cuando hablemos de Bartomeu, que recordemos que la falsedad fue la nota predominante de su mandato de fracasos, infamia y decadencia. La mentira, un tema de pura actualidad: en la irrupción del fenómeno Vox, los trumpismos, los bolsonarismos, resulta posible encontrar una línea de continuidad. Más allá de diagramas ideológicos -vaya por Dios, todos de extrema derecha- y de que hablemos de populismos baratos, lo fascinante de estas eclosiones es la vulgarización de la verdad. Es tal la acumulación de mentiras, tan exagerado el retorcimiento de la realidad, que sus mundos acaban siendo copias grotescas del real.

El formidable cinismo de Bartomeu, la concatenación trolas sin medida ni control, hicieron de su mundo un lugar indescifrable y ciertamente tétrico. Por decir las más espectaculares: el hombre que hacía bandera de anticruyffismo desde la oposición trató de ganarse a Cruyff mediante un acuerdo pecuniario. [Otro día, en otro lugar, hablaremos de cómo esta junta se especializó en captar para su causa a enfermos de gravedad, a gente que miraba cara a cara a la muerte, y que sabía que tendría poco tiempo en este mundo]. El hombre que criticaba el proyecto Foster, casado con Goldman Sucks. El hombre que puso a Laporta a los pies de la justicia por la rostisseria Rosita, redirigiendo hacia el club una condena por corrupción de la que él era responsable. El de La Masia no es toca como respuesta a una sanción FIFA a la treintena de mercenarios fichados para el B.

Todo con una sonrisa. Todo desde la afabilidad. Entrañable Nobita. Extraterrestre Nobita. Disparatado Nobita.

Bartomeu se enorgullecía de que políticamente tan lejos estaba de los indepes como de los unionistas. Hubo comunicados de carácter político que parió él mismo letra a letra, en un ejercicio que le hizo feliz: era consciente de tocar los huevos a unos y a otros, de no dar la razón a nadie; disfrutaba de esa estupidez llamada equidistancia. Bartomeu ha sido un verso libre, una suerte de ácrata que al grito de I did it my way desnaturalizó un club que es el que es y que pertenece a donde pertenece. Ha sido un ejemplo de hombre apolítico orgulloso de serlo, especie común en ciertas familias pudientes y en ciertos entornos del establishment donde la política es una ordinariez (gent cridanera i republicana, que ladraba Pla). Bartomeu tenía un algo de llanero soltario, de soy un tío libre; hasta en el cenit de su mandato defendía que ni un solo medio de comunicación estaba de su parte. Para añadir dificultades a la hora de comprender a este hombre, Bartomeu confió enormemente en la demoscopia, ese recurso de los mediocres y los pusilánimes.

Gente como él la hay a veces en la pachanga. Aparece el primo del vecino del cuarto, con sus gafas y los zapatos ortopédicos, y ocurre que es tan malo, tan ajeno a todos los códigos del balón, que es imposible driblarle. Porque no entiende los amagos, porque chocáis, porque te da con la cabeza en la boca, porque ningún movimiento suyo tiene el más mínimo sentido. ¿Entienden lo que digo, verdad? Bien. Bartu, no. Cuando oigan odas a la resiliencia de Bartu, menos flipadas. Lo único que ocurre es que Bartu no entendía la movida y que los cuatro que mandan en Catalunya pasan del fútbol.

Sigamos con su filiación respecto a Sandro Rosell en este segundo lustro de régimen. Bien podría decirse que Bartomeu fue el heredero de Sandro del mismo modo que los tecnócratas del Opus cogieron el relevo de la Falange en el tardofranquismo. A Rosell le movía un furor, la destrucción de Cruyff y Guardiola; su sucesor se limitaba a disfrutar del cargo, ajeno a las verdades del fútbol, con esa armadura invencible que es tener la cara de cemento armado, y ejercía aislado de casi todo. Casi, porque a Bartu le acompañó lo peor de Rosell. Su principal asesor, y el último en abandonar el búnker cuando ya se escuchaba el himno ruso del voto de censura, fue Jaume Masferrer. Hablamos de una máquina de generar inquina, un profesional de la confrontación, un concentrado de Rosell que no tenía el abecé de las artes de la sutileza que sí tenía Sandro, tampoco un astronauta. Masferrer, no olviden nunca, es el genio de la pancarta de La Masia no es toca, monumento a la estulticia, cumbre de la vergüenza colectiva. Masferrer fue también el responsable del Barçagate, de pagar a una empresa para increpar a los futbolistas que aguantaban todo aquel demencial cotarro. Masferrer hasta el final. Los tres tan amigos, los tres tan tóxicos.

El Barça ha sido un club de fútbol, juego inventado para el placer de la masa, gobernado por un presidente futbófobo que se dejaba asesorar por un tipo que entendía el mundo desde el odio. Qué cojones iba a salir bien. Lo peor del 8-2 del Bayern fue que si llegan a jugar un partidito de fútbol sala las dos directivas, el resultado hubiera sido de 82-1 (gol de Vilajoana, que ése sí juega).

Con la renuncia a todo el que supiera de fútbol, la batalla constante, la mentira perenne y el poco trabajo, llegó la derrota. Y con la derrota, la fuga de directivos y de ejecutivos. Acabó Bartu como directivo responsable del área deportiva, él, el de André Gomes, el de Paulinho, el de Arturo Vidal. Desde mucho antes de su adiós, gente de dentro del club se echaba las manos a la cabeza. Ya no era aquello de cuando Gaspart -«dejará el club como un solar, no quedarán ni los asientos»- sino una fórmula mucho más contundente: «Esto es una casa de putas». Tal ha sido la mierda gestada por esta junta, que conviene incluso replantearse lo de no ser una sociedad anónima. Hubiera sido imposible que esta junta infame hubiera resistido más allá de unos meses a un consejo de administración que representara a sus dueños. Porque viuràs igual de bé, etcétera.

Ahora, cuando sabemos que las urnas barrerán esta concepción miserable del mundo que nos trajo Núñez y prorrogaron Gaspart y Sandromeu, conviene recordar que queremos un presidente nuevo para reivindicar que el Barça no es club de presidentes, sino de entrenadores, que queremos un presidente nuevo para no tener ni puta idea de dineros, presupuestos ni masas salariales, porque esto no es la Gestoría Viuda de Paco Martínez, sino el mejor club de fútbol del mundo, al que sólo le pedimos diversión, fútbol espectáculo y los mejores peloteros de la galaxia. Con la aparatosa caída del nuñismo hemos enterrado durante unos años al enemigo interno y podemos volver a pensar en cómo volver a jugar a algo que recuerde a Cruyff y Guardiola. Ése acabará siendo nuestro éxito, que será la verdadera derrota del Madrí.

Una última palabra sobre el presidente que empujó a Messi a huir por la ventana, al del 2-8, al de las 13 fichas contra el Nápoles en unos octavos de Champions, al de la multitud de fichajes pestilentes del B. De él sólo podemos decir, para no incurrir en acusaciones graves que puedan llevarnos al juzgado, que sencillamente odiaba el fútbol.

Cuentan que había un pensamiento que torturaba a Maradona. Sostenía que los periodistas no sabían de fútbol y que, si tiraba un balón al corrillo que formaban, se lo devolverían con la mano. Bello habría sido que el Diego hubiera conocido a la ya dimitida junta del Barça para hacer la prueba. Tres hombres con corbata se habrían apartado corriendo ante la horrenda visión del esférico rodante; Bordas, vigoroso, refulgiendo rayos UVA, lo habría tratado de coger, para caer sobre Cardoner, causándole una triple fractura de fémur; Lee aprovecharía el desconcierto para sacar el móvil y cazar el extraño pokémon; Masferrer habría sacado un objeto punzante para desventrar el balón, pero Bartu se adelantaría, sonriente macho alfa, y en su intento de controlarla, la pisaría por error, se descalabraría con estrépito, cayendo sobre el botón rojo, justo el que hace estallar, bum, el Camp Nou.

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