El mito

El Dios del Fútbol (II): Las cuatro noches en que la gloria dribló a un adolescente salvaje

7 septiembre , 2021

Verano de 2006, el bienio dorado ha culminado. Pronto sabríamos que aquel equipo de leyenda no era el claustro ideal para la forja de beatos. Enumeremos: Ronaldinho, Deco, Motta, Márquez, Belletti, Maxi López o Gudjohnsen, ríanse de los Guns ‘n Roses. Eran el clan de la caipirinha, los amigos y mentores de Messi.

Aquel verano del 2006, recién cumplidos los 19, el ya Golden Boy estrena dorsal: deja atrás el tierno 30, y se enfunda el 19, un dorsal de goleador, un dorsal que cualquier defensa debe temer, también un dorsal que entraña una amenaza, un poco sutil ‘quiero más’. A ello sumó un nuevo y hórrido corte de pelo, desórdenes hormonales y una alimentación deficitaria a base de chocolatinas y Coca-Cola. «Tres en deu minuts. Els ulls li anaven bojos«. La adolescencia, es sabido, consiste en estar enfadado o aparentarlo, descarriarse en la medida de lo posible, y, en los ejemplares macho, en desproporcionadas dosis de fealdad. Check.

Aquel dorsal 19 es la versión de Messi que peores recuerdos nos evoca. Su fútbol es salvaje, ya no tiene inconveniente en acabar jugadas que perfectamente podría ceder a Eto’o o Ronaldinho. No elige bien, abusa de su tremendo uno contra uno, de ese coraje que puede que no volvamos a ver nunca más en un juvenil. Son años de lesiones musculares e interruptus constantes. Son también años en que el equipo se abandona y ya no se encontrará.

Pero las noches grandes llegarían y veríamos al Barça agarrarse al joven fenómeno, que respondió en todos y cada uno de los naufragios que se sucederían. Cuatro partidos marcan aquellos años.

Messi firmó su primera verdadera gran noche de gloria en marzo del 2007. Llegaba el desbocado Madrid de Capello recortando puntos al aburgesado campeón, pero Messi firmó un hat-trick, el último en el minuto 90, con Ronaldinho abdicando, para salvar el empate. Fue el primer triplete que ningún barcelonista le hacía al Mal desde Romário, si olvidamos la proeza hurtada a Rivaldo. Su exhibición mantuvo al Madrid a siete puntos, pero no evitó que semanas después Eto’o asaltara con su Hummer el coche de Laporta en plena calle y lo arrinconara contra una acera: «¡Presi, vamos a perder la Liga, haz algo, presi, no corre ni dios!». Era el mismo Eto’o que había montado un chocho en Vilafranca para romper un sacrosanto mandamiento del vestuario y rajar de la desidia generalizada.

Poco después llegó la icónica exhibición ante el Getafe, donde culmina seguramente el mejor copycat de su carrera. Quien aquí les escribe tuvo aquel día el honor de hacer la crónica, qué época feliz la de El Mundo, con la bona yen, y la titulamos «Sí, es Maradona». Aquella noche hizo un segundo chicharro, olvidado ya en su montaña de joyas, y el equipo se fue para Getafe con un 5-2 de renta. Ya saben cómo acabó aquello: en humillación y desastre. El equipo estaba en caída libre. Se acercaba una de las noches siniestras de nuestra vida.

Tal vez hayan olvidado que el Tamudazo no fue sólo la historia escrita por un mayordomo homicida que se venga de años de humillación del millonario patrón. Aquella noche en que el Barça se estrelló decenas de veces contra Kameni, Messi fue el mejor azulgrana. Sus imponentes muslos dejaban tirados rivales por todos lados; ningún azulgrana, con la probable excepción de Valdés, compartía la ambición del prodigio argentino. El 19 metió aquella noche de ceniza los dos goles del Barça, el primero con la mano, jódete Var, Malvinas Argentinas, pero el funeral fue completo: con el hórrido tándem Thuram-Puyol en el eje, el mayordomo culminó el crimen sin oposición.

Si la 2006-2007 fue una frustración, la 2007-2008 batió récords de decadencia. Rijkaard no había querido romper el equipo que le llevó a la cima y sus ojos enrojecidos no encontraban respuestas. Se habían sumado a la tripulación Milito, Touré y un tal Henry; pero el año fue una calamidad. Tiempo después, una fuente del vestuario daba una explicación: aquel año hubo entre el staff y la plantilla una quincena de separaciones y divorcios, y no hablamos ya de los caipirinhos: las gentes más sensatas del vestuario conocieron aquel vacío y posterior vértigo. Barcelona era una fiesta y a media voz se contaban las barbaridades de Deco, las proezas sin fin de un Ronaldinho, las desapariciones de Motta. Bojan sufrió los desmanes y la incivilización del clan y Rijkaard flotaba en el mantra del everything’s gonna be all right.

Pero increíblemente, el último clavo de la lápida de los cero títulos no llegó hasta última hora. Lo puso el United, en la primavera de 2008, en la recordada y agónica semifinal que se resolvió en Manchester. Messi disputó seguramente su partido más trascendental, y fue, de muy largo, el mejor del Barça. Si la miopía del árbitro no lo hubiera evitado, para asombro y regocijo de medio estadio y del pobre Scholes, del argentino habría sido la acción que metía al Barça en otra final. Fue la cuarta gran noche del joven talento que acababa en fracaso.

Y con el fracaso, los rumores envolvieron al pequeño genio. Lo de la rotonda de Francesc Macià alcanzó una cierta notoriedad. No tanto como el cómico remake de las Bodas de Caná que los amigos de la capirinha montaron en el Arts, para desesperación y derrota de un inocente marido. A Messi, un genio incontenible que se lesionaba demasiado, algunos de los que sabían le dieron por perdido.

En dos años había tenido cuatro noches de furia. Todas acabaron mal.

Hubo una quinta, más trascendental. No se televisó. Laporta llamó a Guardiola y le pidió que arreglara aquel desastre. Venían los mejores años de nuestra vida. Las derrotas de un adolescente habían tocado a su fin.

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