Cuentan que a Camilo José Cela le preguntaron en cierta ocasión quién era el segundo mejor escritor español. Fiel a su vanidad, se puso la mano derecha a modo de visera y lanzó una escrutadora mirada al infinito, en busca de alguien que le hiciera sombra.
El paseo triunfal que está protagonizando el Barça en la Liga invita a buscar rivales más allá de las propias fronteras. Los grandes equipos, los que están en disposición de ganar la Champions, requieren de dos ingredientes inexcusables: lo más obvio, calidad. Y más importante, dao, esa rara esencia oriental que describe la unión del grupo y la voluntad de ganar.
Lo primero descarta a equipos como la Juve o el Arsenal. Lo segundo hace tambalear la candidatura de equipos como el Chelsea o el Inter, ambos sacudidos por luchas internas. El Manchester tampoco vive su momento de mayor ambición ganadora: saciados por su reciente triplete, resulta inverosímil que puedan repetir el éxito de 2008.
Descartados estos equipos, y con permiso de los imponderables, parece claro que un año más el gran rival a la Champions es ese invento que mezcla azufre infernal con litros de anestesia y responde al temido nombre de Liverpool. Tiene la suficiente calidad para ganar en los días malos, es insuperable en lo táctico y además tiene lo que las bailaoras llaman poderío, las duquesas, abolengo y los ignorantes, potra.
Es precisamente el escudo lo que nos recuerda que no podemos aún enterrar a ese horror llamado Madrid, lo que obliga al barcelonismo a ser humildes y recordar que Europa suele ser el jardín de otros. Porque sin esta humildad, ocurriría lo que le pasó a Cela el día que buscaba, ante las risas del auditorio, a su principal competidor: un filósofo que ocupaba la primera fila susurró que si no veía a Delibes es porque lo tenía subido a hombros.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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