¿Alguna vez se han preguntado por qué es una ventaja jugar en casa, como local? ¿Por qué las quinielas se llenas de unos, por qué hasta el Eibar es favorito cuando juega en Ipurúa? ¿Por qué hay que creer que seremos capaces de ganar al Olympique en el Camp Nou y pasar a unos cuartos de final donde pueden faltar, atención, Real Madrid o Liverpool e Inter o United?
Bien es sabido que los futbolistas son, antes que nada, mamíferos. Un compuesto de tejido muscular, instinto y hormonas que les convierten en seres peligrosos particularmente cuando se amenaza su territorio. Esa sensación de defender lo propio que se lee en la mirada de Puyol es parte de la respuesta. La afición también cuenta, sobre todo por su efecto en los jugadores: los locales se sienten obligados a ganar, los visitantes saben que su derrota se comprenderá. Ante semejante verdad de perogrullo -que ofrecía la revista Champions de noviembre de 2007-cabe recordar que el del miércoles es uno de los cinco o seis partidos al año en que la marabunta de ancianos aburguesados del Camp Nou debe ignorar los nódulos de sus ajadas cuerdas vocales.
También juega la costumbre a un determinado estado del césped y a las dimensiones del terreno de juego -los 68 metros de ancho del Camp Nou son un arma tan letal como Messi mismo-, y en ocasiones la astucia del árbitro que quiere contentar al equipo local -en Liga, no olviden, el Barça no da cena a los árbitros cuando lo considera oportuno-.
En las últimas cinco temporadas, el Barça gana en Europa un 75% de los puntos que disputa en el Camp Nou. Y la explicación reina está en la prueba de la testosterona: los futbolistas que juegan en casa suelen tener entre un 40 y un 67% más de testosterona circulando por su cuerpo que los que juegan como visitantes. Testosterona sí, lo que antes se conocía como cojones. Así pues, que ruja el Camp Nou y sufran los otros: es a vida o muerte y está permitido gritar.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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