El cruel verano no sólo ha traído miseria a esta Caverna. El mes de julio ha certificado las despedidas de tres de las grandes fobias del barcelonismo, com fueron Tamudo, Raúl y Guti. Sobre los dos primeros circuló siempre una curiosa teoría -discreción, por favor-: en realidad, eran la misma persona.
A pesar de los orificios nasales de uno y del cuello de hámster del otro, las similitudes son enormes. Ambos fueron goleadores de instinto y orgullo, oportunistas, gente entregada al olfato y poco dotada para las proezas de Youtube. Se convirieron en símbolos de sus aficiones, uno por ser el españolazo del milenio, el otro por su contrastado analfabetismo de barriada.
Sobre el césped, alcanzaron la condición de mitos. Raúl mandó callar el Camp Nou, rozó el Balón de Oro y ganó tres Copas de Europa, siendo decisivo en la final en dos de ellas. Mientras le aguantó el cuerpo, fue una suerte de Capitán Trueno y un azote que nos hizo creer a los barcelonistas que el escudo era más importante que el juego. Tamudo, por su parte, nos dio la noche más horrible de todos los tiempos para hacer feliz a Tomás Guasch y ganó, además, dos Copas con el Espanyol, un éxito tremendo.
Sin embargo, una vez estuvieron acabados, se dedicaron a destrozar sus respectivos equipos. Mientras uno ejecutaba a Owen, Ronaldo, Anelka, Negredo, Robinho, Baptista, Huntelaar o cualquiera que pudiera hacerle sombra, el otro masacraba a Lotina, Valverde o Lopo para manter su dictadura. Sus despedidas llenan ahora de felicidad al barcelonismo, pero mejoran automáticamente el ambiente y el juego en sus equipos.
Y de Guti, qué vamos a decir. Ha habido talibanes convencidos de que estábamos ante el Pelé rubio, gente que decía que habría sido titular en el Barça. Guti era jugador de un solo pase, no de combinación, era un indolente vanidoso, un tumor a la altura de Raúl Tamudo Blanco y una alegría permanente para el Barça. Era un genio, sí, y también un cantamañanas.
A los tres, un mensaje: nadie que ame su club les echará de menos este año. Y un recordatorio: fue durante su apogeo futbolístico cuando el Barça se convirtió en el mejor equipo del mundo.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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