FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
El funeral comienza ante el espejo. El traje de luto es hoy una camiseta azulgrana. Los más sentidos le añaden una bufanda. No habrá gafas oscuras, sí unos cascos y un diminuto transistor. En la Línea 5 del metro, todas las cabezas están puestas en el difunto, en lo bueno que nos dio, en aquellas risas y aquellas fiestas.
La hora de despedirse, feo asunto: decir adiós a gente con quien hemos pasado más ratos que con muchos parientes, a la gente que nos ha hecho felices. El culé avanza camino del templo por Travessera de Les Corts con cara de cuatro. Reciente la masacre de Munich, y cuando la castigada Generación Meyba pronostica que perderemos también la Liga, el monstruoso Bayern debe oficiar el sepelio.
El pueblo azulgrana camina sabiendo que en la próxima hora y media la vida será fea. Compartirá el silencio con desconocidos, esconderá las lágrimas y maldecirá contra el mundo. Tal vez el agudo observador aprecie cierta alegría en medio de la procesión. Cierta decisión. Aquel par de pies dibujan un saltito sobre la acera, ese otro se marca una finta entre las motos. Tal vez sean las cosas de la memoria: hace cuatro días el Milan fue arrollado, también está aquella orgía balompédica que sufrió idéntico rival.
El buen barcelonista que inunda el Trambaix aspira sólo a dar consuelo a sus jugadores en una noche elegida para fijar un punto y aparte en la historia de El Equipo. El hormigueo crece en Aristides Maillol. Ese señor de 60 años lleva bajo la chaqueta lleva esa camiseta con el ocho que fue de Stoichkov. Delante suyo va esa adolescente que adoraba a Bojan y que ahora ensaya, cuando nadie la ve, los movimientos ingrávidos de Iniesta. Ya llega aquel treintañero gordo, que en los partidillos de fútbol sala recupera como Busquets y la pone al agujero como Xavi.
La culerada sale de la boca de metro de Collblanc acongojada por ese monumento llamado Müller. Pero se acuerda también del coraje de Alves y de los milagros de Valdés. Por su mente cruzan como un rayo las dentelladas de Tello. Saben, aunque no lo han visto, que en algún lugar del vestuario Puyol, Mascherano y Pinto se disfrazarán de Théoden para vocear a la tropa. Recuerdan, incluso, que hubo un bienio en que Piqué fue el mejor central del mundo; quién sabe si esta noche aparecerá ese héroe llamado Abidal. El torno de entrada nunca lee a la primera el código de barras, momento de tensión. Alexis y Villa: el barcelonismo sonríe. Jamás olvidará a Belletti, ni que este es el más absurdo de los deportes.
En el altavoz suenan los nombres de todos esos ídolos y el culé se repite que ha venido a poner la lápida. Pero súbitamente -¡piiiii!- rueda el balón, la afición mira al césped y un mecagon cony se apodera de la grada. Hubo un tiempo en que con esta gente todo fue posible. Y mientras el dorsal 10 siga midiendo 169 centímetros, ese tiempo no se habrá marchado.
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