FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
«Pero cuando en el arte nace un genio, perdura a lo largo de los tiempos».
Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig
Superar una semifinal europea es posiblemente el trance más taquicárdico del fútbol mundial. Los choques de trenes que ahí se viven son incomparables con ninguna otra cosa: todo el orgullo, toda la resistencia a perder. Con dos, tres o cinco goles de cojín, no importa. Los futboleros somos humildes ante la dictadura del balón y sabemos que sin los milagros de Ter Stegen, sin esa tripleta maravillosa o sin la convicción del bloque, igual ésta podría haber sido una noche de ceniza y miseria. Porque el Bayern, en efecto, se comportó como el demonio bávaro que es y mordió cuanto pudo, pero no le alcanzó.
No le alcanzó por una sola razón: los jugadores del campeonísimo alemán no se lo creyeron. Qué cojones iban a creerse. Sabían que el Barça de Messi no es el Oporto de Quaresma; los futbolistas del Bayern son profesionales y como tales reconocen la mirada del verdugo sin necesidad de más explicaciones. Por eso en el minuto 80 del partido de ida abandonaron toda esperanza.
El Barça jugará su octava final de siempre y merece la pena echar la vista atrás: la competición comenzó a celebrarse en 1955 y hasta 1992 habíamos disputado sólo dos finales. Hasta 2006, habíamos jugado cuatro, con un solo título. Menos de una década después, podemos ganar la quinta. Qué casualidad, amigos, que ahora se cumplan diez años de los primeros pasos de aquel barbilampiño Messi a nuestro lado.
Así ha sido en esta década prodigiosa nuestro camino a la final de su mano: en 2006 fue clave para eliminar al Chelsea, pero se lesionó y se perdió el resto de competición. En 2007, el Liverpool tumbó al clan de la caipirinha en octavos; en 2008 caímos ante el United en una semifinal donde Scholes le hizo un clamoroso penalti a La Bestia Parda. En 2009 fue el iniestazo, que, recuerden, llegó a asistencia del diez. En 2010 un volcán jodió el pase a la final, y en 2011 el volcán fue La Bestia, que tumbó a La Banda. En 2012, Messi se humanizó y falló un penalti ante el Chelsea; en 2013, medio cojo, asistió al atropello del Bayern. Y en 2014, el tatismo a las órdenes de Sex y de un Piqué que no sabemos si era el nuevo o el viejo, caímos en cuartos. Que alguien recuerde que en 2015 volvió el genio para hacer dos goles, inventarse otros tres y comunicarle al rival que ni de puta coña.
El pase a la final no es sólo la antesala al que puede ser uno de los cinco grandes días de nuestra existencia. Estar en Berlín también es un logro crucial por otra razón: muchos asumíamos que fuera cual fuera el nivel del equipo, lo más importante de esta temporada era que La Bestia supiera que de azulgrana aún podía ganar. Y aquí estamos, Leo, ni se te ocurra pirarte. Con todos nuestros defectos y rémoras, pero a la hora de la verdad has tenido en Ter Stegen a un héroe a la altura de Valdés [un fuerte abrazo desde aquí al clan Reina], un Mascherano que no es Abidal pero lo intenta, un Alba veloz y un Alves a quien un día le entregaremos un Sant Jordi lleno de vírgenes en agradecimiento. Con el estómago lleno, pero ahí tienes a la profesionalidad de Busquets y un Rakitic que clava a Deco y un Iniesta superviviente de su propia melancolía. Con unos despachos bajo sospecha y medio club rumbo a los tribunales, pero también con un Neymar que le da cien patadas a Henry y un Suárez que por momentos empequeñece a Eto’o.
Tal vez podamos concluir que en este tiempo de excepcionalidad por la irrupción del genio la misión del Barça no es otra que ésa: alimentar al Dios del Fútbol, darle oxígeno y balones, llevarlo a semis con garantías para que nos meta en la final. Es posible que dentro de mil años se conozca este tiempo como el tiempo de Messi. Sería justo que los asombrosos cyborgs de entonces sepan recordar que La Bestia Parda lució siempre de azulgrana y que hubo en día, a la salida de Munich, en que todo un pueblo pudo respirar: we are back, madafacas.
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