Abidal es un mito al que admiraríamos si hubiera sido un alero fajador de los Warriors. Abidal es un mito al que querríamos si fuera un remero sin rostro de la barca de Oxford. A Abidal le querríamos aunque jugara en la selección de Pakistán a ese horror llamado cricket.
Le querríamos porque superó un cáncer y un transplante de hígado.
Ocurre que Abidal era del Barça. Y miren, hemos tenido muchos cabestros en la defensa, y muchos fueras de serie en el centro del campo, y muchos cracks mundiales en la delantera, pero nunca tuvimos a uno como él. Hacía piña, reía, recordaba que estuvo cerca de ser pintor de brocha gorda. Cerraba como nadie la defensa, la sacaba hasta con la cabeza, tiroteaba el Averno, se reía. Y sí, puede que no haya quedado claro: jugó durante meses esperando el hígado que pudiera salvarle la vida.
Abidal será para siempre una pieza clave del mejor Barça de la historia porque era en el campo el defensa más rápido y en el vestuario el más sonriente. Abidal, que podría haber sido un alero defensivo de los Warriors, fondo de armario en la selección de Pakistán o el menos forzudo de la puta barquita de Oxford, jugó en el Barça. Dicen que hasta alzó una Champions.
Todo eso ocurría en un Barça que lucía Unicef en el pecho y donde mandaba el fútbol; en un Barça que a veces caía en el bledismo de los valors pero que nos era reconocible.
Abidal es hoy víctima, como nosotros, de un club distinto. De un club que mandó a Unicef a lamer culo, que consigue indignar a sus capitanes, que planta a Qatar Airways en la zamarra, que se dejaba asesorar por Fusté, Rexach y Migueli, pretendidos todos por la NASA. Un club que nos habla de tóners.
Abidal se recuperó heroicamente de su transplante pensando en volver, en pisar el césped, en cerrar espacios para defender al portero y sacar limpio el balón. Abidal no supo -ninguno supimos- que el club había cambiado. La junta le devoró también a él. A ningún directivo debía interesarle el fútbol: discutían sobre los invitados al palco y se codeaban con las elites. Ninguno se paró a pensar en por qué somos del Barça. Ninguno entiende que en un remoto rincón del alma guardamos un cierto orgullo de estos colores, ninguno comprende que en algún lugar de la retina este juego de niños nos hace felices. Es una directiva con otro propósito, otra razón de ser, y que vuelen esos canapés.
Asuman que nuestro equipo ha cambiado; ya nada puede darse por hecho, nada en absoluto. Tampoco lo más sagrado, lo inconcebible. Cuando les digan que «es que no somos una ONG», asientan con la cabeza. Desde luego no lo somos. Somos, sencillamente, el club que echó a un mito llamado Eric Abidal.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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