Frivolidades

Mathieu de mi vida

13 septiembre , 2016

Servidora se encontraba durante el fiasco del sábado en territorio por alfabetizar. Ya saben, personas que creen que el rugby es lo más, adultos convencidos de que el PSG de Jesé es un grande. Por todo ello ese cavernario no pudo asistir a la debacle, una debacle sorprendente y fuertemente vergonzosa. Entre todos parece que hemos minimizado la derrota; bien, convendría recordar que las tres últimas Ligas se han decidido por menos de un partido de diferencia. Que no sea éste.

Lo cierto es que el Barça, incluso en su versión más espesa, descafeinada y repleta de sanísimas rotaciones ambientales, gana ese choque 96 de cada 100 veces que lo juega. Además del gol, el vigente campeón tuvo otras seis clarísimas oportunidades. A la mejor de todas ellas nos queríamos referir aquí. Con 1-1 en el marcador, el Barça repite jugada y vuelve a buscar a pie parado a su central pelirrojo. Tras un breve y torpe forcejeo con su marcador, con doble rebote incluido, la pelota le queda franca al azulgrana, botando al borde del área pequeña, tierna, dulce, oh, hit me, baby, hit me hard.

Es entonces cuando Mathieu viaja a su infancia, esa probable infancia de gigantón tímido en alguna escuela semirural y amable de Luxeuil-les-Bains, al oeste de Francia, y vuelve a su patio, a la esperada hora del recreo, cuando la campana suena y ante la sonrisa bovina de la maestra a los niños les está permitido salir en tropel al patio, agarrar el balón, lanzarlo suavemente con la mano, dar tres pasitos mientras la esfera de colorines baja y BUM, reventarla sin importar dónde acaba la cosa.

El golpeo de Mathieu, que de no ser tan nefasto habría por lo menos significado un punto, evoca también ese instante clave y satisfactorio en la evolución del niño de ocho años en que descubre que ya tiene fuerza sobrada para romper una nariz de una patada en caso de que sea necesario, ese día en que constata que los temidos punterones y pepinazos de los más mayores son una puta mierda comparados con el suyo propio.

Ah, Jeremy, ah, Mathieu de mi vida, qué hermoso viaje a la infancia nos regalaste, a la satisfacción del balón proyectado por encima de los muros de la escuela, al estallido de la goma, a la mirada de asombro y el miedo de palomas y compañeros de clase. Igual nos cuesta la Liga, pero no me digan que no es imposible no amar a Mathieu y a este deporte bárbaro, infantil e indescifrable. Qué haríamos sin ellos.

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