FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Eran días de extraordinaria placidez y rozábamos algo muy parecido a la felicidad. «El Barça jugará siete partidos en 22 días». «Primera semana de la historia con por lo menos un partido de Liga cada día». La tierra prometida, amigos. Los futboleros, los obsesos, vivimos convencidos de que para salir de la crisis económica, de la crisis de valores, de la crisis medioambiental, de la crisis institucional, de la crisis de los 40 y de cualquier otra crisis lo que faltaba es más fútbol. Y los astros, al fin, se alineaban.
Deben saber que los obsesos sonreímos en el preciso instante de despertar al recordar que esa noche juega Messi, y nos sentimos víctimas de una sádica conspiración si eso no es así (por no hablar del infierno vital que padecemos cuando -santígüense y que Dios les asista- toca parón por las selecciones). Los obsesos tenemos firmes creencias vitales. Nos asombramos cuando nos topamos en una revista con un crack fotografiado con otro atuendo que no sea el correspondiente de botas, medias, pantaloncito y zamarra. Y los raros días en que nos encontramos a un futbolista por la calle, no dudamos en arrojarle un balón al hueco en la convicción de que abandonará cuanto esté haciendo para salir disparado, driblando coches, perros, abuelas y farolas.
Nosotros, los obsesos, arrebataríamos a los futbolistas cualquier atisbo de vida personal -novias, mujeres, niños, amistades, aficiones- y nos atreveríamos a ir más allá: ni PlayStation, ni iPods, ni cascos, ni Twitter, ni fiestas. De este modo alumbraríamos un mundo perfecto en que los futbolistas jugarían de día y de noche sin descanso, en una infinita danza de goles y caños, para convertir el balón en ruedecita y a los jugadores, alehop, en hámsters.
A estas alturas ya deben haber comprendido que los obsesos no somos de fiar. Nunca conviertan en canguro de sus hijos a un obseso, ni hagan un negocio con ellos, ni se les ocurra compartir matrimonio o hipoteca con ellos. Porque los obsesos, y éste es el triste final de esta parábola, entramos a menudo en profundas crisis nerviosas. Cuando eso ocurre nos reunimos enlutados en la biblioteca, estrechándonos las manos los unos a los otros y musitando en reconcentrada plegaria párrafos de volúmenes dedicados a ese horror llamado bíceps femoral, para finalmente, a altas horas, regresar a casa y confirmar lo que sospechábamos: que la jaula del hámster vuelve a estar vacía y que nuestro mundo perfecto se ha hecho añicos.
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