No todos en el régimen de Laporta son tontos y perversos. Hay en ese búnker gente que piensa, que calcula, mide y quiere lo mejor para el club. Por eso el pasado otoño hubo quien, oliéndose un segundo fiasco estrepitoso, deslizó el nombre de Mourinho. Los contactos con el entrenador portugués se fueron sucediendo: directivos como Cubells se entrevistaron con él, Laporta dio el visto bueno a los contactos, Dios los bendijo y finalmente Txiki mantuvo una reunión de trabajo.
A la cita compareció José con un dossier -¿quién lo tiene?, ¿dónde se esconde?- que era un análisis profundo de la situación del equipo. Txiki quedó impresionado por la precisión del informe. A medida que pasaba páginas, se iba convenciendo de que Mourinho era una gran alternativa para usar como paraguas y señuelo si el club volvía estrellarse. Pero entonces apareció un nombre sobre la mesa que lo rompió todo: Thierry Henry.
Según cavernícolas ilustres e informados, Mourinho -que no prescindía de todos los cracks que ahora han sido condenados- afirmaba textualmente que el delantero francés no le servía ni en el campo ni en el vestuario, que había que desprenderse de él, regalarlo si era preciso. Allí batió sus alas Darth Vader. Henry fue el pasado verano bendecido explícitamente y ante los medios por Cruyff, que felicitó a la junta por la adquisición y sostuvo que el jubilado francés estimularía al resto de estrellas. Un año después no se podía admitir el error. Mourinho se obcecó, pero ya se sabe que hay voluntades tercas y oscuras que nada ni nadie pueden torcer.
Así pues, no vendrá al Barça, equipo al que soñaba con devolver a la cima. No lo hará porque señaló a uno de los tumores que tiene este enfermo llamado Barça. Laporta consultó en su entorno, y uno de sus directivos de mayor confianza le deslizó el nombre de Pep Guardiola. Ahí está Henry, que despabiló a última hora, descojonándose en la Eurocopa desde el banquillo. Y ahí está el Inter, que durante los próximos tres años será el candidato número uno a llevarse la Champions: tienen consigo a un macarra rencoroso que pasa por ser el ganador número uno del planeta.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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