Lisboa, patria emocional de ese país melodramático que es Portugal, ha conocido terremotos, incendios y toda suerte de catástrofes naturales. Tal vez la más conocida sea el temblor terrestre que en 1755 destruyó el 85% de la ciudad, pero desastres como aquel se han venido reproduciendo con una frecuencia suficiente para que la Cidade Branca sea la capital mundial de la lágrima.
Eso ha hecho que sus gentes sean adictos a ese lamento triste que es el fado, que la ciudad entera parezca un homenaje a las gloriosas ruinas del pasado, que sus muchos miradores parezcan altares donde homenajear a los difuntos. «O amor portugués é um amor triste«, susurran las viejas del lugar para resumir las historias de marineros añorados y novias envejecidas.
No es de extrañar, pues, que el mejor equipo de Lisboa se presentara en la Liga de Campeones con una estrella brasileña -Liedson- que parece un etíope famélico, con un ídolo local, Moutinho, que ha admitido que está en el Sporting contra su voluntad y unos centrales capaces de hacerse dos autogoles y rozar el hat trick.
Una ciudad que tiene edificios donde está prohibido instalar lavadoras ante el evidente riesgo de que el predio entero se venga abajo nunca debió exponerse a ese terror desequilibrante llamado Messi. Con el argentino campando por el Alvalade como Attila, hubo planos de bigotudos aficionados del Sporting que daban lástima. Hasta ellos, enamorados de la decadencia del lugar, se estremecieron ante el huracán azulgrana.
A pesar de la goleada, el sabio cancionero del lugar salió reforzado. Mientras Xavi, Busquets y compañía abandonaban el estadio, el aire atlántico llevó a sus oídos una canción (É uma curva bellísima / é uma equipa fantástica / que me faz sonhar / alé Sporting alé) y As Juventudes Leoninas se repetían una solemne verdad: Só eu sei / porque nao fico em casa.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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