Ésta es una entrada de homenaje a la sufrida generación que aprendió a insultar, a renegar y a emplear vocablos que escandalizaban a sus madres viendo en el televisor a Buyo, Míchel, Butragueño, Martín Vázquez, Hugo Sánchez y compañía. Los barcelonistas que nacieron al fútbol tras el desastre de Sevilla vivieron un interminable lustro entre 1986 y 1990. Ser del Barça equivalía a llorar, frustrarse y dudar de una cosmogonía balompédica, que un año tras otro llevaba el «Aquest any, tampoc» al Camp Nou. En aquel tiempo, el único consuelo posible consistía en exorcizar los demonios propios insultando con saña a los jugadores del equipo campeón cuando jugaban en el Camp Nou.
Dejando aparte el último par de décadas de asombrosos éxitos del Barça, el fútbol español tiene dos etapas: antes de Di Stéfano, y después de Di Stéfano. En los años remotos, antes de que La Saeta inculcara al Madrid su insaciable voracidad, no había un claro dominador en el fútbol español: el Barça era el equipo con más títulos (seis), seguido de Athletic de Bilbao (cinco), Atlético de Madrid (cuatro), Valencia (tres) y Real Madrid (dos).
Pero con el portento argentino de su lado, el equipo blanco convirtió la Liga española en su coto privado de caza. Dicen los antiguos que los árbitros ayudaron. Con perspectiva, no parece que un equipo que tenía por estrella a ese perdedor resignado que era Rexach pudiera hacer nada contra una secta balompédica adicta a la unión y al éxito. Entre 1954 y 1990, La Banda se llevó 23 títulos. El Barça, ya entregado a las convulsiones internas y al victimismo, cuatro. Y el último conjunto que marcó época encadenando más de dos títulos seguidos antes de la llegada del Dream Team, fue aquella maravilla de la técnica llamada Quinta del Buitre.
Debieron de ser muy buenos. Jugaban al ataque y eran terribles. Aún tienen el récord, con Schuster a la batuta, de haber sido el equipo más goleador de la historia de la Liga. Butragueño driblaba en un palmo y Hugo Sánchez podía enganchar de espaldas al mundo esos remates en que empalmaba apuntando de forma centera a la Sagrada Família. Martín Vázquez y Míchel eran los mejores volantes de España. Buyo tenía alas y hasta Sanchis, Tendillo, Chendo o Camacho daban miedo. Sin embargo, aquella gente nunca gustó a nadie en Barcelona. Ningún niño les tenía en sus carpetas, tal vez sí en sus pesadillas.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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