Ya habrá tiempo y ocasión de hablar de tu vida en un foro privado. He oído que andas por Grecia y en buena compañía. Entre eso y los cuatro scudetti seguidos que ha ganado el Inter estás irreconocible. Suerte que nuestro Sporting ha vuelto a quedar segundo, faltó poco, fode-se!
Te escribo para contarte la historia de un chaval africano que la primera vez que salió de Camerún fue para probar con la cantera del Madrí. Cogió un avión a Barajas, donde debía recogerlo alguien del club. Cuando llegó, no había nadie. Esperó y esperó, y nada. Harto de esperar, se tragó el orgullo y fue por su propio pie. En aquellas dos primeras horas de vida en Europa, se decidió lo que tendría que ser. Un resentido y un campeón.
Es importante que lo sepas porque hoy o mañana verás en la Gazzetta a un negro que sonríe con la boca y sospecha con los ojos, mirando muy fijo a los periodistas, la cabeza ligeramente ladeada, que se regalará largos silencios antes de responder y que soltará alguna frase lapidaria que abrirá los telediarios de tu país. Te lo presentarán como a un ganador y un mito viviente. Eso es cierto, o lo es en parte, porque es el mismo chaval de Barajas.
Seguro que ya te había hablado de la célebre ambición de Eto’o, de su voracidad, de su instinto sobrenatural para abrir partidos y cerrar Ligas. El mejor momento de mi idilio con él ya queda lejos, fue una semana mágica en marzo de 2005, tras quedar eliminados contra el Chelsea por culpa de Collina y Gerard López. Cogió un micro y dijo: «Volveremos a encontrarnos». Yo le creí, el Barça le creyó. Y en efecto, al cabo de un año, un gol suyo eliminó a aquel equipazo de Mourinho. Pero volvamos a esa memorable semana de 2005. La moral culé estaba por los suelos tras la eliminación europea y el domingo el Barça recibía al Athletic de Bilbao. En el túnel de vestuarios, había un silencio sepulcral, un ambiente de derrota. Hasta que Eto’o habló: «¡Vamos hermanos, es el último partido de nuestras vidas!». Lo recuerdo como si fuera ayer y aún le estoy agradecido.
Por desgracia, a aquel ganador se lo olvidó alguien una vez en Barajas. El complemento perfecto del mejor Ronaldinho era también el único tío que podía destrozar aquel prolongado éxtasis futbolístico que fue el Barça de Rijkaard. No podía soportar que la afición no le considerara el mejor y explotó. Años después, Valero Rivera, el entrenador más laureado de la historia de todos los deportes, me explicaba lo siguiente: «Lo que no se puede permitir es que un jugador hable fuera del vestuario. Nunca. Es el egoísmo elevado al grado superlativo y hay que cortarlo, hay que ser durísimo; si no, la gente piensa que puede hacer lo que le da la gana”. Aquel Barça, claro, no actuó contra él, porque La Potra lo impidió.
Fue el inicio del fin. Para entonces ya nos había asombrado con su elasticidad -«¡Negro, gacela!», que rugía Rossety viéndole golear a La Banda- y su fe. Pero el derrumbe era inevitable. El pasado verano, un acuerdo entre Guardiola y los capitanes le valió un año más, un pacto difícil porque sabían de su carácter, capaz de agredir a un símbolo como Valdés. Por el bien de todos, siguió. Pienso sinceramente que el Barça ganó este año no gracias a él, sino a pesar de él. Antes de marcharse, dejó una última prueba de que en fútbol la voluntad lo es todo: Carrick fue capaz de meterle una plancha y voltearlo. Fue así, con el orto hacia la noche romana, como Eto’o vio entrar su segundo gol en una final de Champions.
En fin, Nicola. La última vez que os mandamos un crack era en 1961. También era un tío que había dividido al barcelonismo, sólo que entonces os llegó después de haber perdido la final de la Copa de Europa. Los grandes títulos los ganó con vosotros. Los tiempos han cambiado. No os mandamos a un artista como Luis Suárez, sino a un loco ególatra, un tío tan enamorado de sí mismo que es el único del mundo capaz de sacudir el aburguesamiento soporífero de tu glorioso equipo. Un tío que cometió el sacrilegio de meter 130 goles de azulgrana -como Rivaldo, qué horror-, un tío de quien corren leyendas negras en entidades bancarias y discotecas, un futbolistas que se va de Barcelona sin entender que no le queramos.
Un maestro oriental escribió lo siguiente, que parece dedicado a este nueve de leyenda. «Anger is fundamentally an arrogant state of life. People in the state of anger are attached to the illusory assumption that they are better than others and direct their energy toward sustaining and enhancing this image. To ensure that others think of them in similarly glowing terms, they can never reveal their true feelings. Instead, they act obsequiously while a burning desire to surpass all others is their exclusive focus«.
Os mandamos a un ganador, que se hinchará a meter goles para conquistar Milán, la ciudad donde vive su odiado Ronaldinho (http://lacavernaazulgrana.blogspot.com/search?q=%22cuando+gana+el+malo%22). Pero os mandamos también a un tío que se despierta cabreado, respira cabreado y duerme cabreado. Qué quieres, si se lo olvidaron en Barajas.
Ya sabes que te espero. Aquí, en mi ciudad, tenemos la Sagrada Família, tenemos a Messi y a un tío llamado Zlatan.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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