Decíamos que cuando el Almirante volvía de América y rozaba la gloria, a pocas días del puerto de Lisboa, una tormenta aún peor que la anterior se desató. Fue tan dura la descarga que rompió las velas de su carabela. Colón tuvo la certeza de que era el fin y se fue a su camarote a salvar algo que le importaba más que su vida: la gloria. Fue a buscar uno de sus bienes más preciados: un bidón de madera.
Y pese al salvaje balanceo del barco, comenzó a escribir en un papel la noticia del descubrimiento, de su hazaña, de su navegación. Resumió los momentos más difíciles de su odisea marina y los hallazgos para la historia que había hecho en las islas centroamericanas. A continuación, envolvió su testamento para la humanidad con cera y ropa y lo introdujo en el bidón, que estaba herméticamente sellado. Y, sintiendo que moriría, lo arrojó por la borda, sabiendo que flotaría, que tal vez alguien lo encontraría algún día.
La crudeza de la Champions ha llevado al Barça ante el abismo de su muerte deportiva. Un equipo afilado y una noche canalla pueden ser el fin de su leyenda. En Liga, el matón de colegio de los puños de acero sigue haciendo estragos. Pero como le ocurrió a Colón, el barcelonismo tiene la última palabra. Será el miércoles, un funeral televisado con la ciudad entera pendiente del mejor equipo que jamás ha vestido de azulgrana. Puede ocurrir desde la desesperación y los decibelios -un camino extraño e incómodo para este equipo- o tal vez desde el balón y el vértigo, pero es seguro que el Camp Nou se llenará para ovacionar una última vez a sus ídolos.
Preparen sus bolígrafos. Busquen un papel y escriban un testamento. «Fuimos los mejores. Enterramos el pesimismo de años. Jugamos como nadie lo había hecho. Ganamos todo y sentimos que no había nada imposible». Etcétera. etcétera. Escriban su pregaria. Griten por este equipo, y arrojen su bidón para que el mundo sepa cómo amamos a este equipo.
PD. Ustedes deben saber que Colón salvó la vida y pudo navegar y escribir aún muchos años. Concluía todas sus cartas con seis palabras: «Hará lo que mandéis, El Almirante».
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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