FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Hasta donde sé, Robert nunca jugó en ningún otro campo que en el del patio del colegio. Pálido, rubio de ojos verdes y con su preceptiva bata azul a cuadros, a los seis años debía de parecer un querubín. Por aquel entonces, claro está, nadie se daba cuenta de ello. El fútbol era un desorden completo y un ensayo de civilización para unos niños por civilizar.
Se hacían equipos, se desechaba a los que jugaban peor -lo que oyen, así éramos en 1986- y se desataba el caos persiguiendo una pelota que era enorme en comparación con los jugadores. En medio del torbellino, él mantenía la compostura. No era rápido, pero domaba el balón. Muchos en aquel patio comprendieron lo que era esa cosa llamada «calidad» viendo su juego slow motion y comprobando cómo tras una hora de partido seguía pulcro y peinado.
Lo más impactante de él, sin lugar a dudas, es que era zurdo. Para muchos, el primero que vimos. Era otra cosa, el primer sorbo de vino que se dio en España, el primer coche que transitó una carretera, la eclosión de la minifalda. Cinco minutos jugando con él convencían a cualquiera de que los zurdos son distintos. Para aumentar este efecto fantástico, él a penas celebraba los goles; una cosa impresionante que por algún motivo siempre me hacía pensar en la cojera de su madre y que me tiraba una punzada de culpabilidad.
Le recuerdo como un enorme pasador a una edad en que los pequeños bárbaros suelen ser grandes egoístas y durante varios cursos jugar a su lado era la garantía de un aplastante triunfo. Pero fue al llegar Laudrup, con toda su elegante melancolía, cuando la brillantez de aquel niño empezó a disiparse. Seguramente, le vio jugar y se dio cuenta de que aquel fenómeno era la cristalización de todo lo que él mismo prometía. Tengo para mí que ése fue el primero de los dos crímenes que cometería el gran danés.
Con el tiempo, a penas recuerdo ya nada de Robert: su número de teléfono, su mirada triste, que siempre le quería en mi equipo. A lo mejor le encuentro algún día en algún campo y soy capaz de recordar por qué decía de él que era mi mejor amigo.
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