El 17 de mayo de 2006 Andrés Iniesta lloraba desconsolado en la habitación de un hotel de París. Acababa de saber que, en la aberración de todos los tiempos, Rijkaard le relegaba al banquillo para jugar la final de la Champions. En aquel entonces, era el partido de su vida. «Flipé, llamé a mi padre, no me lo podía creer», me susurró años después. Iniesta había sido el MVP indiscutible del Barça en la semifinal contra el Milan, pero el día decisivo, Eusebio y el marijuano optaron por poner en su lugar a Mark van Bommel. Ya saben cómo acabó aquello: Iniesta entró a la media parte y remontó la final. Al holandés se la guardó.
Ya saben ustedes que el pasado verano falleció Dani Jarque, íntimo amigo de Iniesta. Se querían mucho y aquel mazazo ayudó a que Iniesta se desmontara y cuajara un año discreto en el Barça (ha marcado más goles en el Mundial, dos, que de azulgrana en todas las competiciones, uno). Ayer, el que una vez fue bautizado sin ningún tipo de fortuna como El ángel exterminador, salió al campo para jugar, esta vez sí, el partido de su vida. Enfrente, Van Bommel. Y bajo la camiseta, un arma secreta en forma de recuerdo a Jarque.
Ya conocen mis preferencias contra el equipo de Camacho, pero Iniesta lo merecía. Xavi lo merecía, y La Masia entera y Oriol Tort. La infame actuación de Holanda es un consuelo, la verdad. De Jong, junto al ricitos asesino, hizo una de las entradas más terribles de toda la historia de los mundiales (y de paso, el inepto, consiguió que alguien pueda recordar que su víctima estuvo en Sudáfrica). En este sentido, sigo creyendo que el mayor delincuente del fútbol en color sigue siendo el bueno de Harald.
Pero el fútbol no recordará las patadas, la fe, el músculo y las tretas constantes de Van Bommel. El fútbol recordará la volea de un chaval frágil y lleno de pasión. Gracias a él, la final tuvo un grandioso final que además de vida y muerte, juntó venganza y amor.
PD. Conozco a varios, entre los que me cuento, que no habían sido capaces de borrar el teléfono de Jarque. Desde esta noche, pueden hacerlo en paz.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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