FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Es uno de los grandes empresarios de Catalunya y de él se dice que completó la carrera de Derecho sin obtener otra cosa que Matrículas de Honor años antes de triunfar en la intrincada lucha de poderes por hacerse con el timón de la empresa familiar, un imperio de proyección internacional. Con fama de durísimo negociador, de trabajador infatigable, de hábil hombre de negocios, sólo se le ha visto perder los papeles desde la banda de las pistas de fútbol sala donde jugaba el mejor de la docena de hijos que trajo al mundo.
Yo le conocí. Jaime B. tenía aspecto de una indolencia infinita, tendencia jorobosa, músculos lánguidos y mirada sin brillo. Compartíamos equipo y pronto supe todo lo referente a la gloriosa trayectoria del padre y a la total incapacidad del hijo para aprobar ninguna de las asignaturas que cursaba a los 16 años. La comparación era tan dura que uno intuía que el chaval era pura carne de diván. Pero en cuanto le cayó la pelota en el pie, varias revelaciones atravesaron a los que entrenábamos con él (y han de saber que esto no tenía lugar en un equipucho vulgar, ni en un patio de colegio; era uno de los mejores equipos de la División de Honor Juvenil de fútbol sala):
1) Estábamos ante un elegido.
2) Era el mejor jugador de 16 años que habíamos visto jamás.
3) Jamás llegaríamos a nada, sólo él estaba llamado a la elite.
Jaime jugaba con el tres a la espalda -me dejó el ocho, nunca dejaré de agradecérselo- y eso no le impedía bailar sobre el parqué. Sus croquetas eran las más fluidas que recuerdo haber visto. Con el mismo mecanismo que los perros emplean para ladrar y las narices para respirar, él pisaba el balón, lo cambiaba de pierna, lo escondía. Flotaba y volvía locos a los rivales hasta que chutaba a la escuadra, con una potencia ajena a ese físico desdichado.
Cuando dejé aquel conjunto ya sabía que en el primer equipo le seguían, era sólo cuestión de meses que jugara en División de Honor, con los profesionales. Para mi sorpresa, eso no llegaría a ocurrir nunca: el mejor jugador que había visto quedó por el camino. Le encontré tiempo después en una discoteca, me contó que nunca quiso abandonar ciertos vicios, seguía jugando pero al segundo nivel, sin controles antidopaje ni demasiadas exigencias.
No le pregunté si no merecería la pena tomárselo en serio; me acordé de su vociferante progenitor en las gradas. El fútbol del hijo tenía que estar a la altura del ego del padre. Esa terrible exigencia truncó al jugador que me hizo entender que nunca llegaría a nada.
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