La plaza, donde se juega a fútbol. Donde los niños se juntan y se llaman a gritos hasta que aparece una pelota. Donde sueñan con ser los mejores. La plaza, donde en Barcelona se tiran paredes, se juega a atacar, se buscan los caños y se margina a los equipos defensivos, a los cagones, a los que pegan. Donde no valen los caquis. Donde las virguerías se jalean y las planchas y segadas se destierran a base de insultos.
En la semana de nuestra cuarta Champions, la mayor plaza de Barcelona, la de Catalunya, la cuna de la ciudad, fue tomada por la gente. Hubo risas y guitarras y poca higiene, y juegos de cartas y de pelota y asambleas, idealismo e inocencia. El día anterior a la cuarta Champions, la policía de este país entró en la plaza con sus porras y su indecencia. En la plaza de Catalunya, ese monumento a la fealdad de Barcelona, ese espacio horrendo que nos recuerda el nuñismo, el gaspartismo, a Rexach, a las finales perdidas, el derrotismo y el pit i collons como único argumento de tantos años.
Horas después de la barbarie, la plaza se llenó de nuevo de decenas de miles de indignados, de gente que clama y grita por un mundo mejor y que se niega a tirar una piedra por ello. Gente que cuando juega a fútbol, tira caños, da paredes, toco y me voy, y no da hostias, porque sueñan que ése puede ser el camino.
Esta noche, cuando Messi ha acabado de devorar a su pieza y Xavi ha concluido la lección, me he acordado de la plaza, del patio, donde las paredes, las risas y los goles imposibles. Lo que sospechábamos era cierto: podíamos ser los mejores a nuestra manera.
La gloria es nuestra porque la plaza también lo es.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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