Es posible que alguno de ustedes haya visto en alguna ocasión un glande a punto de la implosión. Esa imagen monstruosa tiene un equivalente en el mundo del futbol: Raúl P. Después de jugar un partido o durante un tiempo muerto, o a la salida de un córner. Enrojecido, venudo, con mirada de desequilibrado, gritón, el pelo crespo y los músculos a punto de estallar: un glande.
Para entender la trayectoria de esta leyenda del fútbol amateur barcelonés hay que echar la vista 20 años atrás. Por entonces era un niño bienintencionado y jugaba de portero en un equipo de fútbol grande, con esas soledades, esa miseria, ese envilecimiento del insulto continuo, de los entrenamientos al margen del equipo, esa tortura. Aguantó bajo palos un lustro, tiempo durante el cual estuvo gestando su definitiva salida de la portería.
Cuando lo logró, voló triunfante como sólo un espermatozoide lo haría. Su escuela era la de David Vidal, la de Enrique Martín. Creía en el esfuerzo, en los gritos, en la presión constante sobre el árbitro, en el hostigamiento verbal del rival, las faltas, los agarrones subterráneos, el derroche físico. Si por algo era temido es por su potencia de disparo. Con los años, tuve la suerte de jugar con él en distintos equipos. Nada más bonito que darle un balón adelantado tres metros cuando aparecía lanzado en carrera: era el pánico en la cara del rival, la seguridad del gol o, al menos, la certeza de que algún hecho dramático, como una lesión por traumatismo, iba a producirse.
Otra de las gracias de este cabestro de raíces aragonesas radicaba en su facilidad para encontrar los caminos de la escuadra y en su arte para celebrar goles sin sonreír. En los últimos años se ha descolgado incluso con goles memorables de vaselina desde el otro campo; prueba de que los años pesan y de que con el adocenamiento se le ha sofisticado el paladar.
A día de hoy ha dejado de fumar, ha engordado. Sigue jugando a fútbol. Sigue siendo un placer recordar, con cada uno de sus goles, que Sinan Bolat no es más que un aprendiz de Raúl P., el portero que quiso volar y lo logró.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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