Messi sigue en su trono. El barcelonismo ha asistido, aún deprimido, a la rutina de verle recibir el Balón de Oro en una gala repleta de azulgranas sonrientes. La noticia ha pasado casi desapercibida. Sin embargo, este tercer galardón tiene el mérito de haber superado la prueba del tiempo de Johan Vader, que siempre recuerda que lo difícil es mantenerse.
Cuando un futbolista ve colmados sus sueños más salvajes -dinero, fama, reconocimiento, títulos, gloria- es el momento de comprobar de qué pasta está hecho, qué es lo que verdaderamente esperaba de la vida y qué mueve su juego. Si echamos la vista atrás, comprobamos que sólo Cruyff, Platini y Van Basten lograron estas tres distinciones -en una época en que sólo participaban jugadores europeos-. Al primer nivel, el Profeta del Gol aguantó ocho años -si bien seis de ellos los vivió en Holanda-. El astro francés, viejo ídolo de Guardiola, aguantó nueve años, aunque cuatro de ellos los pasó en Francia. Y Van Basten, el de los tobillos trágicos, siete años, cinco de ellos en Italia.
Todos ellos tuvieron una longevidad rara que tal vez se asiente en el carácter hipercompetitivo que acompañaba a su talento. Pero no alcanzaron la regularidad sobrenatural de Pelé o Di Stéfano (tres lustros al máximo nivel); puede que tampoco la de Maradona, que se mantuvo en la cumbre una década. El mismo tiempo que Zidane -pasaron 10 años entre la primera y la última vez que estuvo en el podio del FIFA World Player-.
Cuando se intuía ya el cambio de siglo, los tiempos se aceleraron y el fútbol se pobló de estrellas fugaces. Romário sólo estuvo en el top 3 dos años, como Baggio, Weah, Rivaldo, Henry o el Innombrable. Ídolos eternos como Stoichkov o Ronaldinho aguantaron en la cumbre tres años. Y hablando de la caducidad de la gloria, es obligatorio hablar de Ronaldo, que tras aspirar al trono de Pelé un par de años súbitamente pareció conformarse con rivalizar con Hugo Sánchez.
A ese nivel, en la Vía Láctea de los más grandes, la diferencia radica en la verdad del fútbol de cada cual, en su obsesión por hacerse con la pelotita, driblar y meterla justo en el hueco que queda entre el sofá y la mesa. En su obstinación por convertir esa absurda habilidad en lo más importante de su vida. Uno mira a Messi, desde 2007 al más alto nivel, y siente que no cambiará, que mientras siga siendo
este obseso estará en su trono, mirando a los ojos de Pelé con una sonrisa desafiante: su tiempo, tic-tac, aún no ha pasado.
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