FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
El sorteo, una puta mierda. Había un chollo y les ha caído a los Quincazos. Daba pereza volver a ver al Milan y ahí está. Horroriza encontrarse en el cuadro a la metalurgia del Chelsea, pues ahí la tienen. Y era mejor enfrentarse a La Banda a dos partidos que a uno para minimizar el peso del azar; pues tampoco.
Pero llorar sería absurdo. Aquí les proponemos otra cosa. Miren esto. Olviden el talento sobrehumano del pasador, la ejecución perfecta del goleador. Vean esa celebración. Lengua fuera, carrerita de espaldas. Dosis de kalashnikov para el Cuernabéu. Abrazos y besos. Y un bailecito sensual. Si le llegan a poner un micro en la boca, el bueno de Eric les habría cantado enterita Viva la vida, habría rezado, nos habría lanzado a la cara verdades como puños. Uno lo ve una y otra vez y no puede evitar preguntarse si este superhéroe negro sabía en ese preciso instante que podía estar celebrando su último gol.
Ese pobre hígado le recuerda al barcelonismo que los títulos no son lo más importante, una idea letal a la hora de competir. Resulta muy difícil creer que el vestuario vaya a poder transformar este shock en estímulo para ganar; es muy improbable que tras la operación del año pasado o el trance de Tito Vilanova puedan seguir centrados. No hace tanto, tras la trágica muerte de Puerta, el Sevilla demostró que las borracheras emocionales no son buenas compañeras de viaje en la alta competición. Y la depresión azulgrana durante el secuestro de Quini remite a lo mismo.
Pero este drama también servirá para que los jugadores recuerden que nunca se sabe cuál puede ser tu último partido. Para que se centren sólo en el juego, en el placer de la pelota, ajenos a cuadros, posibilidades, especulaciones y futuros remotos. Que jueguen como niños. Que celebren con pasión, como si no hubiera mañana. Sólo así podrían llegar a Munich. Si lo logran, que Dios se apiade del rival.
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