FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
El fútbol se ha dado cita este domingo en Altafulla. Un día histórico. Este pequeño municipio de Tarragona ha visto desfilar a sabios como Rijkaard o Guardiola, a héroes inmortales como Xavi o Iniesta. Y el mar azul de esta localidad se ha estremecido localizando entre los invitados al castillo de Tamarit a un tío bajito y tímido que es el mejor jugador que jamás veremos. Sí señores, Messi ha mirado la playa que nos vio crecer.
Bajo los muros de este castillo, lejos del fasto, de la música, del kitsch y del pastel y de las leyendas, el fútbol humilde siempre existió en este lugar. En sus playas, donde aún pueden encontrarse cañas, jugar es habitual a pesar de los padres vociferantes, a pesar del calor, de los desniveles de la playa, de los bikinis. En estas playas nacieron y murieron equipos legendarios de los que en algún momento daré cuenta. Y ya les conté en su día que el mejor futbolista que han dado esos lares es este superhéroe.
En Altafulla hay pistas de fútbol sala y varios cámpings destartalados; de la coexistencia de ambas se deriva que los partidos duros, con entradas salvajes, caños malparidos, agresiones e insultos siempre han estado ahí. Para empeorar el asunto, permitan un breve comentario sobre el peculiar carácter de los futboleros altafullenses: son antipáticos y cerriles, por lo común indocumentados y marcados por dos odios: el odio al Torredembarra, equipo vecino, y el odio a los forasteros que llegaban de Barcelona a explicarles cómo se juega al fútbol.
Se ha visto mucho y muy bueno, y muy duro, y muy auténtico, en Altafulla. Se han visto chilenas maravillosas, y regates recién salidos de Brasil, y entradas salvajes con uñas perdidas. En estas mismas playas donde de vez en cuando hay muertes, y donde cada vez se pesca menos, una vez vimos desencadenarse la tormenta del fin del mundo para poner fin a una batalla campal que se produjo durante la tanda de penaltis de la final del campeonato de turno. Todo empezó con una chancleta arrojada al chutador de un penalti, recuerdan los que vivieron aquel hilarante y multitudinario sonrojo.
En las playas de Altafulla se divisó en una memorable ocasión a Frank Lampard observando el horizonte, preguntándose sin duda por la fealdad absoluta de Chelsea. Otra vez se vio al ogro Oliver Kahn con su mujer y prole. Ante todo, en Altafulla aún se ve a niños pedaleando contra la subida con una pelota bajo el brazo en dirección al campo de fútbol. Lo hacen a las cuatro de la tarde, cuando los padres aún no han apurado el café. Sudan. Llegan al esplendor del campo vacío, todo polvo y arena, y comienzan a chutar roscas a la portería con el sol como único testigo. Chutan, y corren a recoger el balón. Y chutan, y lo recogen de nuevo. Y luego, si tienen suerte, llega otro futbolero en su bici, y ya son dos chutando, ajenos a todo castillo, a toda boda y a todo Dios.
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