FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
¿Alguno de ustedes se ha visto en el trance de controlar un balón manso ante la atenta mirada de su padre? ¿O ha asumido, acaso, el riesgo infinito de regatear a un jugador cuyos hijos están en la grada? Sabrán entonces que el resultado más habitual en el primer caso es que la pelota, endemoniada, acaba en un vergonzoso fuera de banda. En el segundo, uno acaba retorcido de dolor en el suelo.
La paternidad no es cosa fácil en el fútbol. Ahí están los penosos casos de los hijos de Pelé -portero frustrado acusado de narcotráfico-, Maradona -bastardo, preñado de rencor y refugiado en la cuarta división y el fútbol playa- o Cruyff -enchufado oficial del reino y fugaz héroe de quinceañeras-. En efecto, ser hijo de un genio es tarea complicada. Dalí dijo una vez que no había querido ser padre para no asfixiar con su talento a su prole. Picasso o Hemingway, menos hechos a la movida tántrica, convirtieron su descendencia en carne de Ana Rosa. Todo eso es conocido.
Lo que no sabíamos es que el nacimiento de Thiago conllevaría el horror insólito de ver a Messi sufriendo sobre el campo, como si fuera Simao Sabrosa o Geovanni Deiberson. La ansiedad que mostró el sábado ante el Celta, esa mezcla de necesidad del balón y aversión a él, no se veía desde sus inicios en el primer equipo, cuando estaba peleado con el gol.
No les voy a engañar. Preferiría que Messi no hubiera sido padre, como preferiría que hubiera nacido sin el engorro de los atributos masculinos o que viviera confinado en el Camp Nou con la única compañía de un balón y de su dorsal diez. Pero nos queda un consuelo: el nacimiento de su hijo da un nuevo sentido al Padre nuestro. Ensáyenlo pensando en él, resulta asombroso: verán que se les escapa una sonrisa y que tienen un nuevo hermano de nombre Thiago.
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