FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
El darwinismo que rige en el fútbol de alta competición es implacable. Según sus leyes, no existen los delanteros lentos, ni los laterales gordos, ni los centrocampistas de cuádriceps lánguidos. Es tal la multitud ingente de chavales de cada colegio, de cada calle y de cada equipo de cada ciudad que intentan llegar, que por pura estadística los porteros bajitos no lo logran.
Eso fue durante mucho tiempo Claudio Bravo. En una entrevista a El Periódico de Catalunya, explicaba cómo padeció su realidad de chaval menudo: «Cada verano, cuando volvía de vacaciones, me encontraba con 30 porteros, todos más altos que yo, haciendo la prueba en el Colo-Colo. Todos querían quitarme el puesto. Con 11 años, con 12, con 13, con 14… Así año tras año». Por el camino, su valedor, un iluminado que intuía el pequeño milagro deportivo que protagonizaría Bravo, tuvo que salvarle de la sentencia de un directivo: «Al porterito ese hay que echarle ya. Es muy pequeñito, ya no va a crecer más».
Pero a Bravo, que creció con esa angustia, le salvó un estirón. Creció y llegó: con 16 años debutaba en Primera. Es curioso, el tío sigue pareciendo bajito, y no: está por encima de los 184 centímetros, un centímetro por encima que Víctor Valdés. Y hasta la fecha ha sobrevivido con insultante suficiencia a la mayor losa que uno pueda imaginar, la de sustituir al mejor portero de la historia del Barça.
Convendrán en que era absolutamente impensable que nos dejara Valdés, con esa década de paternal protección, y no nos enteráramos. Cierto que el equipo defiende mejor, corre más, que Alba y Piqué están de vuelta. Pero Bravo, como hizo en Granada, acumula ya una furgo entero de muebles salvados. Su fórmula, la que empleó siempre, es la de la profesionalidad, un código abierto y conocido al que por alguna razón acceden sólo unos pocos elegidos: perfeccionismo, obsesión ganadora y compañerismo. No es casualidad que haya sido capitán en tantos equipos. Tampoco lo es que fuera la debilidad y la exigencia de Unzué, el escultor del mejor Valdés.
En su larguísimo periplo hasta la cima del Camp Nou le quedaba un último escollo: le aguardaba el amigo Ter Stegen, un bigardo germano con pinta de titular con la selección alemana. Pero de momento, Bravo, el perfecto yerno, se ha hecho con el cetro de titular en Liga. Este tipo normal que guarda nuestra portería tiene además un algo que nos conmueve: es moreno, feo, chileno y peludo. Es un símbolo del antiglamour, de un fútbol muy de verdad en el que creemos, un Ablanedo III. Es, en suma, el perfecto prototipo del futbolista a quien jamás ficharía el Tito Flo.
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