FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Eran las 80, una época de fútbol triste, Naranjitos, Recopas, nuñismo creciente, Carrascos y Calderés. A pesar de todo, en algún momento abandonamos el pilla-pilla, los cochecitos y el escondite y nos pusimos a chutar la pelota, por ver qué tal se nos daba. Siendo honestos, uno no podía ser optimista con aquel niño barrigón, rebosante de carnes y sonrisas, afable y ajeno a todo rencor. Los defectos no acababan ahí: desde una tierna infancia le gustaron el rol y el ciclismo; por dios bendito, ni Barjuan debió tener tanto en contra. Pero el caso es que eran los 80, y llamarse Diego era sinónimo de tener superpoderes, y con ellos nos bajamos al patio.
Aquel Maracaná y aquella Arcadia existen aún: era un patio pequeño, polígono irregular y antifutbolístico, mucho más adecuado para jugar a la isla del tesoro o a los manicomios que al balón. Había espacios ajardinados, distintos niveles de altura, bancos donde quedaba atrapada una bola tras otra, un sótano donde acaban dos de cada cinco disparos y molestísimas papeleras rinconeras. La superficie era de piedra rugosa, instalada en cuadrados perfectos que lo eran, sobre todo, para quedarse con generosas porciones de nuestras rodillas y codos. Añadan la profusión de abuelas, niños no bienvenidos y basureros enemigos del juego y empiezan a hacerse a la idea de que había que echarle mucha imaginación para jugar ahí. Pero el Maracaná de Roma 2000 no sería tal sin sus porterías: una jardinera de dos niveles y dos profundidades, la parte baja y lejana de un palmo y medio, la alta y cercana de menos de un metro. Haría de largo dos metros y medio y si bien la parte alta era de piedra gris, la baja era de rajola marrón. Un despropósito, una condena a no aprender jamás a chutar por arriba y la mejor escuela que conocimos.
Ahí peloteábamos. Campo a campos, taquigoles, mundialitos, quenocaigas, tandas de penaltis, la pared… Se jugó a todo y llegada cierta edad, llegó la hora del fútbol, de ver quién era mejor, quién ganaba, quién colaba más caños. No tengo recuerdos de ese momento, pero uno entiende que se harían equipos y que en aquella cofradía de cuatro mocosos (que serían cinco, ocasionalmente más) a los dos pequeños, por rebeldía y masoquismo, se les antojó ir contra el equipo que formaban sus hermanos mayores. Cuando empezó aquel partido eterno, aquel bucle infinito, tendríamos igual siete años. Tres décadas después, el partido aún dura.
Para valorar el milagro futbolístico que era Diego con sus movimientos lentos, su cadera de negra inmensa y su musculatura inexistente bajo una constitución blanda hay que decir que dio la casualidad absurda de que aquel par de hermanos mayores eran posiblemente los dos tíos que más corrían de sus respectivas clases y muy probablemente de sus respectivos colegios. Dos prodigios: pelear un balón largo en aquel campo más ancho que largo era desesperante e inútil: corrían más. Eran más mayores, sí, pero es que no conocíamos a nadie que corriera más que ellos y dudábamos que pudiera haberlo.
Pero Darwin había guardado algo para Diego: la velocidad de su cabeza. 87+30+10-5-15-7= 100, decía en una décima de segundo, y nadie dudaba de él. Era la misma velocidad de su laringe, capaz de ametrallar en dos sílabas y en lo que sonaba como lengua negra varias frases en castellano que resultan ininteligibles para cualquiera que no le hubiera conocido desde pequeño: «atcogala’ja», hay que coger una caja. Esa velocidad de cabeza llegó a la gestión del balón. Sabía que no le duraría y decidía rápido qué hacer con ella. A ello hay que añadirle una curiosa competitividad que desarrolló al amparo del mundo del juego, un mundo del que ha sido un verdadero y abnegado monje. Además, su cadera de triceratops se convirtió en un aliado y pronto sabía cómo proteger el balón de los sabuesos que le hostigaban. Creció hasta más allá del 1,85 y entre una cosa y la otra, con 14 años ya no era un completo desecho futbolístico.
Su juego evolucionó. Mientras hordas de tics nerviosos, oleadas feroces de acné y pelos de barba caóticos atacaban su cara de niño de dos años recién despertado de la siesta, aprendió que con moverse un metro bastaba, que con dos pases se avanza más que con cinco sprints y que el engaño y el regate son la clave de la superioridad en ataque. Unidos esos conocimientos a su natural fullero y amigo de la risa, irrumpió un verdadero maestro del caño, primero; del caño con humillación, después; de la humillación al margen del caño, por último.
Y así fue como un día empezamos a ganar. El que estaba de portero se la cedía al otro. Este otro aguantaba, amagaba el disparo, se la devolvía al primero. Desmarque con cambio de dirección, recibir, nuevo amago de chut, pase, dos contra uno, gol. En tan pocos metros, la fórmula variaba poco, porque éramos poco de buscar el chut lejano, el execrable gol de bosnio. Tocábamos y nos buscábamos una y otra vez durante partidos que duraban horas, hasta el 20-19 a menudo, pero que habían llegado al 35-34, en fines de semana de ocio y veranos que no se acababan nunca, y el caso es que después de treinta y tantos años de jugar a fútbol nunca jamás me entendí tan bien con ningún otro. La movida telepática era tal que uno piensa que habríamos ganado alguna mierda de torneo de dos para dos jugando él, su panza y yo contra Messi y Suárez. Y sobrados y sin dar un palo.
El caso de Diego M. suscita dos debates futbolísticos: el primero está superado y constata que cualquier anatomía es apta para este deporte. El segundo es más complejo, y plantea si en el fútbol es importante ser amigo del inútil que juega en tu equipo. En este caso, tampoco hay dudas. Ayuda que antes de recibir el balón ya sepas que está pensando en tirártela larga en paralelo porque recuerdas cómo con dos años pedía galletas a tu madre, comprándola con piropos. Ayuda haber tragado toneladas de sus descontrolados efluvios intestinales para comprender que por alguna razón sus voleas son mejores con la izquierda que con la derecha. Ayuda que le veas en la mirada aquel chispazo previo a reírse durante un juego del Amstrad 464 en el momento en que recibe escorado a la izquierda para adivinar que viene caño y que ya puedes abrirte al segundo palo. Ayuda haber estado en la foto de tantas miserias y grandezas de su vida para saber que ese control de pecho que intentará va a ser una mierda y que más vale que corras hacia tu portería, porque la pierde. Ayuda haber compartido piso porque sabes que no hará esa falta, le parece poco noble, y si no la hace sólo queda cortar el pase que seguirá. Ayuda haber visto centenares de partidos a su lado para conocer su gusto y por qué en vez del remate directo buscará esa doble pared que desmonta al rival. Ayuda recordarle gateando con un año escaso, porque tal vez seas la única persona del planeta que ha interiorizado la velocidad exacta de su sprint en cámara súper lenta. Ayuda saber que confía en ti a ciegas y que la última bola del partido te la dará aunque hayas fallado las últimas ocho. Y claro, la decisiva va dentro sólo porque él creía en tu pierna derecha.
Así fue este formidable jugador de calle, este Nunca Visto que hizo del juego un homenaje al arte del regate. Y claro, en su prolífica carrera de caños y regates atroces, hay una Capilla Sixtina que ustedes necesitan conocer. Fue en un partido a cara de perro, dos para dos, contra los Consabidos Galgos, ya en los últimos momentos de partido. Tras una pared, Diega queda en franca superioridad para rematar a puerta pero decide esperar al desesperado defensa para -suavecito- tirar el caño que le desarbola por completo y le deja a él a dos metros de una portería vacía. Pero por el rabillo del ojo ve que el otro defensor, montaña de músculos en erupción, se lanza en picado a por él, y no puede resistirse: en vez de marcar -era gol o gol- opta por otro caño con el exterior. A esas alturas ya todo son gritos guturales en la pista: los suyos, risas ahogadas; los otros, risas vencidas; el mío, risas e insultos por el gol clave que acaba de tirar por la borda. Pero la jugada sigue. Ha perdido la perpendicularidad después de dos caños antológicos, ya no tiene remate franco y lo lógico es que ceda atrás, donde estoy esperándole con toda el ansia de un adolescente histérico. Pero Diego M., artista del fútbol de calle, falso gordo y fofo tahúr, está a punto de hacer la jugada de su vida y en vez del pase atrás, remata de tacón, en escorzo, para meter, con un nuevo caño, el gol de nuestra vida. Fue una jugada para el recuerdo, una jugada que no volví a ver.
***
La vida tiene estas cosas y ya apenas jugamos juntos. Esta misma tarde celebraremos su boda, su boda con una Ester que baila sin balón. El jueves me tocó ser testigo en la ceremonia civil y testigo fui de sus dificultades con el anillo, de sus frases en una sílaba, de la sonrisa y el humor bienintencionado con el que resuelve su mundo. Sentado ante la juez, me vino a la cabeza el último partido que jugamos en Maracaná: fue hace sólo un mes, bajo la lluvia, en su despedida de soltero. Sin hablarlo, ambos aparecimos de amarillo. Con 6-6 en el marcador, me fui de caño y pasé la pelota atrás, donde no había visto a nadie, pero donde sabía quién esperaba. Y Diego, el hermano pequeño que no tuve, nos dio el partido.
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