FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Este dolor inmenso, este dolor que no podemos creer, es el luto por el futbolista de nuestra vida. Pocas cosas más parecidas a la inesperada muerte de un familiar cercano. La muerte, de hecho, se ha producido: el difunto es el niño que vivía en nosotros y que vibraba con el fútbol.
La estupefacción y el sabor de la ceniza dejan poco espacio para nada más. Ha salido Messi, llorando, roto, en una de las imágenes de los 122 años de historia del club, en una postal más de la asombrosa iconografía del Dios del Fútbol. Y nos ha despedido, y hemos visto, en este domingo alucinado, un montón de metal expuesto, a modo de altar funerario, tratando de hacernos comprender que el faraón se va al otro mundo. Lo hace hundido, lamentando que el puto el virus que le dejó sin «una última ovación», diciendo que volverá también al club, «ojalá pueda aportar en algo», ha dicho, sin atirbo de ironía, el hombre que más felicidad nos ha regalado. También dijo una verdad dura, que aún no entendemos: «Esto ya no vuelve, esto es el final». Y con la verdad, la mentira respecto a nuestra vida sin él: «La gente se va a acostumbrar».
Nuestra pena y espanto cuentan con dos introitos: por una parte, el borrón narrativo en la biblica historia de Messi en el Camp Nou es tremendo. Hay que tener poco gusto estético, hay que ser verdaderamente un bárbaro, para permitir que, a tan poquito del final, se deje escapar al niño que llegó a Barcelona sin alcanzar los 140 centímetros; hay que ser un escombro para permitir que se vaya sin una despedida con el campo lleno. No se había escrito una mejor historia, tampoco era posible joderla más. Hay una segunda parte que conviene ventilar rápidamente en plena desesperación: el «Con Rivera no» que escuchamos no hace tanto pasa a ser ahora un «Al PSG no, por Doña Celia».
Y dicho eso, en la catástrofe de este domingo que marca nuestra relación sentimental con el balón para siempre, hemos comprendido que desde hoy Barcelona va a convertirse en el Afganistan de la Mediterrània, en el planeta hutus y tutsis, en Belfast 1972, en Vietnam. Porque ante nuestros ojos se ha perpetrado un crimen deportivo, se nos ha privado del adiós que merecía la mejor historia azulgrana de siempre. Nos han quitado dos años de felicidad.
Y aquí va nuestra aportación a la guerra que viene: quiera Dios que la integridad física de los directivos de la era Sandromeu no se vea amenazada después de la década de la barbarie que protagonizaron. Sandro Rosell, Josep Maria Bartomeu, dos hombres que trabajaron desde el primer día contra el mejor Barça que habíamos visto. Rosell y Bartomeu, autores intelectuales del crimen al que hemos asistido este domingo.
Pero el arma humeante, amigos, aparece en otra mano. En la foto finish de una década de infamias contra el club, la lógica deportiva y el talento, aparece también Laporta. Tras meses de vender tot anirà bé y arcoíris y abrazos a maniquís, ha explicado esta semana que había que tomar una decisión y la tomó, de lo que se deduce que había margen de decisión. Y nos ha hablado del límite salarial, y de la Liga, y de lo nefasto del acuerdo con CVC. Todos ellos conceptos que no entran en nuestra Arcadia futbolera. Nos negamos a saber, nunca nos interesará un pito quién demonios es el tal Reverter, y por supuesto su opinión respecto a Messi nos la trae al pairo. Simplemente sabemos que había una fórmula, y no se recurrió a ella.
Los más agudos del lugar apuntan a la SuperLiga, a Florentino, a Agnelli, como coautores del desastre. En este punto es importante pararles e insistir: nos importa todo una puta mierda. Todo, una, puta, mierda. Hay socios y aficionados que exponen que para volver al juego coral había que empezar un nuevo proyecto y que para ello había que empezar sin el gran símbolo de 15 años de gloria. O que romper el corrupto monopolio de la UEFA es el único camino para la supervivencia del club. Hay gente, decimos, de enorme talla huamana y mayor intelecto. Pero en este agujero lo vemos distinto: teníamos a Jordan, a Ali, y le queríamos hasta el último día.
El Barça, habíamos convenido, es un club de entrenadores y de jugadores; y el presidente, perdonen, una commodity que tiene un único trabajo: poner a un entrenador cruyffista y alargar al máximo nuestro pacto con el diablo, para prolongar hasta el infinito la anormalidad de poder disfrutar de tantísimo genio tres veces por semana. Le quedaban un par de años y los queríamos para nosotros, ya después podíamos volver a los proyectos deportivos modélicos, a las lógicas salariales, a la presión arriba. Pero de momento, al presidente sólo le pedíamos esta renovación, y gozar otro año más, y aún otro más, y hasta el infinito.
Capítulo aparte merecen los futbolistas, la camarilla de privilegiados que acumularon renovaciones salvajes, títulos y primas a su vera, pero que fueron incapaces de rebajarse el sueldo o aceptar rescisiones de contrato. Qué ganazas de ver a Griezmann y Dembélé en la delantera, verdad. Qué vida le espera a Coutinho en los escasos momentos que pueda pasar en las calles de Barcelona. Deseamos que Umtiti esté de verdad recuperado, porque es muy probable que le esperen los sprints más largos de su vida. Uno no imagina peli de zombis más siniestra que la que está por empezar en Barcelona, en esta espantosa 2021-2022 que la vida nos depara.
Por nuestra parte, olvídennos, necesitaremos un tiempo. El club siempre estará ahí, y pronto volveremos. Pero ahora estamos de luto. Es el luto por el futbolista de nuestra vida.
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