De Stoichkov dicen que no era exactamente un monje. Aun así, sería chocante que hubiera ido a fecundar precisamente al remoto pueblo de Tocopilla, Chile. Ésa parece la única explicación al milagro de la naturaleza que ha operado el fútbol: tras 17 años de orfandad, el barcelonismo tiene al fin un digno sucesor de su mito búlgaro.
El gran ídolo de la primera generación de culers ganadores edificó su leyenda a base de sprints, agresividad, no pocas dosis de demagogia, afición al trallazo y la vaselina y goles decisivos. A ello añadía el ingrediente imprescindible: esas celebraciones de gol con carrera explosiva, salto y puñetazo al aire con rictus de furia. Era un festejo emparentado con el fútbol antiguo al que el ocho de todos los tiempos añadía su genuina mala leche.
Esa deflagración de felicidad tiene al fin continuador: Alexis Sánchez. Huérfano. Necesitado de un logopeda. Tímido hasta el hermétismo. Orgullo nacional de un fútbol que está aún lejos de la elite. «El hombre que se tragó un gimnasio», según el brillante Maiol. El chaval que se plantó a vivir en Barcelona sin familia ni amigos, convencido de triunfar. Fanático de los vídeos de Ronaldinho. Un velocista voraz que demuestra que la agresividad no es sólo dar palos o increpar al personal. Un enorme recuperador. Una pesadilla para los defensas con y sin balón. Funambulista del fuera de juego, saboteador de marcapasos.
Con un centro de gravedad bajísimo y un juego de posición envidiable, Alexis protege el balón como nadie. Es cierto que falla controles, no es su fuerte: lo que le convierte en un delantero de talla mundial es su capacidad para tirar decenas de desmarques por partido. Es el puñal perfecto para fijar a unos centrales que ya no pueden abandonar la cueva para ir a por Messi. Él es el tío que ha dado exactamente lo que se esperaba de Villa.
En Alemania, bajo cero, en un día grande de Champions y con Messi guiñándole un ojo a Maradona, Alexis fue el mejor. No sólo por los goles marcados, sino también por el tanto encajado: este delantero cúbico defendía un balón aéreo en su propia área pequeña, y aquello no era un córner. Le ganaron la partida, cierto, pero ahí dejó la huella de su talla como competidor.
Un dato más sobre el Viagras: tiene 23 años y es 18 meses más joven que La Bestia Parda. Gracias por volver: el barcelonismo llevaba tres lustros echándote de menos.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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