El gran Frank Lampard ha llevado al fútbol esta semana el debate sobre la tecnología como remedio contra los errores arbitrales. Desde distintos foros han salido todo tipo de cerebritos y futbólogos pidiendo la implantación de todo tipo de gadgets para fiscalizar el maravilloso mundo del balón.
Contra toda esa chusma, Dios nuestro señor ha escrito su brillante alegato. Desde esta caverna sólo queremos añadir una cosa: lo que está en juego con el ojo de buitre y ese montón de estupideces ni más ni menos que la esencia de este deporte, a saber, su imprevisibililidad. Quienes piden cablear los terrenos de juego atentan, en realidad, contra ese principio supremo del fútbol que es el absurdo.
Porque la cruzada contra los goles fantasma es el inicio, pero más tarde vendrá el monitor para juzgar las acciones polémicas -algo que ya se hace en esa aberración llamada hockey sobre hierba-, después, el rearbitraje de los partidos desde el televisor buscando acciones no vistas por el ojo biónico. El entierro definitivo sería la decisión de dejar de contabilizar los goles para decidir el ganador de los partidos en función de criterios como justicia y merecimiento.
Eso no existe en el fútbol. El fútbol es el altar que consagró la civilización a la guerra simulada y a la cultura del error. El fútbol son las corruptelas de Italia en los 30, la derrota de Hungría en el 54, la final de los palos cuadrados, el Estudiantes de The Animals y Veleno Lorenzi (aquí, su mayor genialidad cítrica). El fútbol son codazos, agarrones e insultos en la oreja, montones de artes ajenas al mundo de la justicia y que inciden en el universo de posibilidades que se abre entre portería y portería.
Si esta diatriba tecnófoba no les convence, espero que entiendan, al menos, que cuanto más se aleje de Wimbledon, mejor será el fútbol. Miren, si no, la F1, esa putrefacta sublimación de la tecnología. ¿Imaginan a Tévez de blanco y con raqueta? ¿Le imaginan mirando, enloquecido, las minifaldas de las azafatas en el podio del GP de Mónaco? Claro que no. Lo suyo es el fútbol, esa cosa vetusta, ese deporte absurdo y sin justicia.
PD. Si la hubiera, sería impensable que España llegara a semifinales de un Mundial con ese infame doble pivote después de enfrentarse a Paraguay.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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