El buen barcelonista lleva una semana levantándose mal. Encendiendo el teléfono móvil con la certeza de que le han llamado del hospital, de que ha ocurrido una desgracia. Consultando si su banco ha quebrado. Sorprendiéndose cada vez que abre el armario y dentro no encuentra a ningún hombre musculoso con un escudo del Espanyol tatuado en el tríceps. Comprobando, asombrado, que Messi no ha dado positivo en ningún control antidoping. Muchos han optado por somatizar tanto desconcierto, pillar la gripe y así poderse quedar en la cama a meditar su suerte.
Y todo porque la semana prevacacional fue tan perfecta (el clásico, el sorteo de Champions, la victoria en Villarreal, la ventaja en lo alto de la clasificación y los fichajes de La Banda) que el barcelonista espera ahora que se le castigue por tanta felicidad. Uno no sabe si esta predisposición innata al sufrimiento tiene raíz en nuestra cultura judeocristiana («¡Arrepentíos, arrepentíos!») o se explica más bien por la historia del club: el robo de Di Stéfano, los palos de Berna, las dos décadas de Rexach, las lesiones de Maradona, los penaltis de Sevilla, etcétera.
La realidad es que el Barça es así. Patidor y cenizo. Los culés suelen coincidir en que la alegría por ganar la primera Liga de Rijkaard fue menor a la tristeza del desastre del Tamudazo. El éxtasis de la Champions de París habría sido una minucia al lado del luto que habría seguido en caso de haber perdido. De hecho, en este club sólo idiotas insensatos como Maxi López han sabido celebrar las cosas como se merecen. Miren a Belletti: él sí parecía del Barça. Marcó el gol de la década y no sabía si reír o llorar. Lo celebró una hora después de acabado el partido, saliendo en chancletas al césped de Saint Denis a escuchar el silencio del estadio y a mirar la portería donde hoy está su altar.
El Barça, en la victoria, parece un escolar tímido al que la profesora más odiosa felicita por un examen: sólo quiero que acabe el tormento. Y en la derrota, pues eso: reniega de Di Stéfano, de los palos cuadrados, de Duckadam, de Gaspart y de la madre que los parió a todos.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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