Miren la foto y pregúntense qué tienen en común tipos agrestes y mercúreos como Gattuso, Luis Enrique o Víctor Muñoz. La respuesta salta a la vista. Sus prominentes mandíbulas encierran el secreto de su éxito, de esa manera visceral de entender el fútbol y triunfar. Por el Camp Nou pasó esta semana Víctor, que para una generación de culés fue el primer gran capitán del equipo, para dar su enésima lección.
Víctor no tiene el glamour ni las amistades de otros pero también fue un líder, también ganó mucho y rozó la gloria en Sevilla antes de emigrar al calcio a conocer otras formas de vivir el fútbol. Diría de él que como entrenador es el peor enemigo posible para el Barça. De hecho, en las entrevistas que concede siempre suelta un latiguillo: «Al Barça le ha ganado hasta con el Lleida». Sí, y con el Villarreal y el Zaragoza. Sabe cómo romper el juego azulgrana y a ello le ayudó el domingo la ausencia de Iniesta y Messi.
En cierta ocasión este cavernícola tuvo la suerte de jugar con él una pachanga de fútbol sala. Jugando en el mismo equipo, le reiteré una orden. «Cuando te desmarques no vuelvas, quédate y te la doy», le dije una y otra vez. La mirada que me regaló por respuesta me queda para el recuerdo. Fue la misma con que barrió el césped del Camp Nou el domingo, la mirada de quien comprende el juego -desde luego, mejor sobre césped que en parqué- y sabe cómo minimizar a una catarata de estrellas.
El domingo, el Barça no perdió dos puntos, sino que salvó uno. Y además, recuperó a un jugador. Bojan, la antigua promesa, el sueño roto de 18 años, el proyecto de mito que pasó a Portillo y posteriormente a Lucendo, ha aprendido a renegar. Sucedió todo muy rápido. Primero falló a puerta vacía una jugada anulada. Fue sustituido y no pudo reprimir las lágrimas en el banquillo. A los cinco minutos, la lección ya estaba aprendida. Calentando su asiento y con Busquets por testigo llamó «hijo de puta» a un rival por protestar una falta. Él, el hombre que sonríe hasta cuando falla una ocasión, el que va por el campo portando el cartel de «Sóc un bon jan«, está aprendiendo a odiar.
Pudo ser un efecto óptico, pero en el plano que ofreció la televisión pareció que su mandíbula aumentaba un par de centímetros de pura rabia. Buena cosa: el rencor es el mejor fermento del ganador.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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