FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Los albores de un crack suelen ser un prolongado idilio en que cada nuevo gesto nos llena de felicidad. Pero en el inicio de nuestro romance con Neymar no ha habido sólo caricias quinceañeras: también tenemos fuertes dosis de bottom slapping. En concreto, las que han aportado los rivales. A la Cresta Parda le pegan mucho y no nos extraña. En un deporte donde los egos, la territorialidad y las malas artes son el abecé desde las categorías más humildes, imaginen lo que debe ser para un central profesional ver aparecer a ese figurín de 60 kilos dispuesto a driblarle y mandarle directo al Youtube. Nada, hombre: palo que te crío. Entre tanta colisión, tantas faltas y tantas muecas de dolor hemos descubierto que este Neymar tiene mucho más carácter de lo que aparenta con esos aires de Justin Bieber. De no ser un tío duro, se habría pasado al pádel en cuanto dejó el futsal para descubrir la barbarie del fútbol auténtico.
Lo cierto es que la dureza, en el fútbol, no es sólo una necesidad del juego o un arma de intimidación. También es una muestra de respeto. Cuando al Messi postadolescente le empezaron a pegar más que a Ronaldinho se confirmó lo que se intuía: ya era el mejor y en la elite lo sabían. La grandeza de Rivaldo no se demostraba sólo con esas chilenas, esos goles y ese palmarés lujoso, sino también en los escalofriantes marcajes que sufrió de Hierro. En un deporte donde nada es más decisivo que el desequilibrio, los moratones en la tibia demuestran jerarquía y valen tanto como los goles anotados.
Ocurre, además, que entre agresores y agredidos a menudo se establecen relaciones entrañables. Qué hermoso gesto el del Kun, en su día, con su verdugo, Cannavaro. Tras recibir la enésima patada, desde el suelo le indicó: «Lo redondo, el balón es lo redondo». Piensen también en las reiteradas respuestas goleadoras de Messi a Pepe, en cómo Romário posterizó a Alkorta con una obra de arte o a Simeone con un puñetazo. En la mente del futbolista se ha instalado como una verdad absoluta que si le pegan, algo ha hecho bien.
Para entenderle bien a Neymar hay que pensar en el primer gran trompazo que se llevó en la Liga, en la segunda jornada, en Málaga, donde le tiró el caño a Jesús Gámez para salir volando a continuación. Se levantó, sudado y terco, desprendiendo una cierta dureza de púgil, un «usted pégueme, que tengo un partido que ganar». Pero su cara reconcentrada escondía algo más. Algo oscuro. Tal vez el placer del mayor masoca de nuestro fútbol.
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