FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Transcurrido un día desde La Obra y El Alarido, la imagen regresa en bucle, obsesiva y enloquecedora. Messi recibe en la banda y empieza a tender su trampa. Intuye la presencia de los tres perros de presa que andan a su caza y que le acorralan justo ahí. Y hace lo insensato: ni recula ni da el pase fácil de derrota, sino que comienza su danza maligna en busca de la salida.
La Bestia Parda lo hará mediante tres engaños. Primero, atrae a los cazadores. Les espera deliberadamente, tiene la salida al centro y prefiere la compleja, la que le acerca a la cal. De alguna forma, les está invitando a ser tres, a ser un compacto equipo de caza, una criatura implacable con seis piernas y seis brazos y tres corazones. Ellos caen en la trampa y se acercan a él como imanes hacia metal, magnetizados por el poder que ejerce el argentino con su balón.
Cuando les tiene juntos, cambia de ritmo.
Vean el segundo truco: súbitamente frena y recorta y empieza a buscar las brechas entre ellos. Saca el bisturí -a esa velocidad fácilmente confundible con un hacha- y comprueba que los tres lebreles piensan distinto, corren desacompasados, paran a destiempo y se equivocan a su aire. Los imanes comprenden de pronto que su presa no es un hierro, sino mercurio. Y claro, les atraviesa.
Realizada la burla en la banda, la burla absurda que empezó desde el mismo momento en plantearse la empresa como viable, llega el tercer engaño. Se desboca hacia la portería y en un segundo les hace saber a todos sus cazadores -a los tres que dejó atrás y a los dos que le esperan, aterrorizados- que él no es la presa.
Es el cazador y están perdidos.
Vean la repetición una y otra vez y observen cómo reaccionan sus compañeros de equipo. Hay risas, hay euforia. Alves le grita al mundo «Leo es nuestro, estáis jodidos». Ter Stegen sabe que levantará el título igual que los rivales saben que no hay esperanza para ellos. El estadio se escinde de cuajo entre los destrozados y los creyentes, que caen rendidos.
¿Y él, qué hace él?
Él, serio, corre al rincón. Evita gritar. Señala a Alves. Sonríe y se frena. Es la apoteosis de La Bestia pero se contiene. Maniene el dominio de sí mismo y, engullido por la piña, tal vez le dirige la palabra a la Historia, al Fútbol. «O mejor dicho, no hablaba, sólo mantenía una especie de misteriosa comunicación que cada vez les acercaba más, despertando en ambos un sentimiento de gozosa incertidumbre…».
En algún lugar, Bonucci recibe el mensaje. La Bestia acaba de hacer historia en una final y ni siquiera ha gritado su gol. La Bestia volverá a arriesgarlo todo en una semana porque La Bestia tiene un hambre que no podrá saciar esta noche. Y el mundo se estremece ante su silencio.
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