FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
«Una horda desbocada, brutal, que no conoce más ley que su puño, ni más dictado que el de su revólver, se desparrama sobre la floreciente colonia».
Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig
Si en el minuto 3 pensábamos que aquello sería fácil, en el minuto 67 y medio sentíamos los sudores fríos de las noches de tragedia. La Juve aprieta con toda la grandeza de un histórico perdedor de Champions que sabe que tiene al rival contra las cuerdas y que es el momento de ejecutarlo. Y un balón se descuelga de la noche berlinesa. Hacia él corre ese coloso llamado Pogba mientras Alves espera. La toca justo a tiempo y la embestida del francés le manda al suelo. Pero ha completado su grano de arena a la cadena de acontecimientos cósmicos que está por venir. El balón llega, manso y tranquilo, a Rakitic, y por primera vez en unos largos minutos de agonía, ve ante sí espacio franco. Las Harleys azulgrana rugen y se lanzan a la portería rival. Es lo que en cualquier lugar del mundo sería una contra clara, si no fuera porque la Juve es italiana y mantiene a siete futbolistas detrás del balón.
La Bestia Parda, con un giro sutil de su cuerpo, le indica ya a Rakitic dónde quiere recibir y ahí le llega el cuero. Aún en su propio campo, los dos volantes juventinos quedan vencidos. El balón rueda y es Leonardo da Messi quien lo conduce, con esa atracción gravitatoria suya. Carga a su manera: en línea recta contra la línea de cuatro. Y ahí saca el bisturí: Barzagli considera que es un buen plan adelantarse y tratar de frenarle, mientras, desde sus casas, una legión de entrenadores de infantiles gritan, desesperados y al unísono, la consigna que siempre dedicaron a los torpes: «No-entramos-de-golpe».
Pero ya es tarde para él. La zurda inmortal de Messi amaga con haberse dejado el balón demasiado largo y el Imperio romano cae en su trampa: Barzagli se lanza a por la pelota sólo para ver cómo Messi, con otro toquecito a su izquierda, le supera con facilidad. En ese momento puede sentirse el escalofrío del pueblo juventino. El mejor de siempre ya no conduce: sólo hace los inconfundibles pasos previos a sacar a relucir su temido zurdazo. Y éste llega sobre la frontal del área.
Antes de deternos en ese balón que ha olido la gloria, conviene conocer la dura infancia uruguaya de un Luis Suárez que nació para vengar a su predecesor en el Barça. No se puede entender sus maneras de escualo sin saber que es un delantero que conoció el hambre y sus propios rincones oscuros hasta acabar siendo el delantero más instintivo del planeta y uno de sus criminales más buscados. No se entiende nada sin su furia; es la furia que le permite adivinar a tiempo que Messi está a punto de chutar y que le lleva a no mirar el balón cuando La Bestia Parda lo golpea. En su mundo de goleador y futurólogo, él ya sabe lo que son los pasitos previos al chut y no necesita nada más. Sabe por dónde va el pepino y por dónde iría el rechazo del portero. Y sin atender a otra cosa que a sus vísceras y su certeza, Suárez se ha lanzado hace unas décimas hacia una zona que protege Evra.
Veamos el disparo: un lateral suizo (suizo, amigos, los caminos de la parafilia futbolera son inescrutables) está demasiado lejos de él y no puede achicar el obús. Bonucci no queda ni cerca de la trayectoria del balón, que vuela hacia la red. Pero ahí está Buffon volando a su encuentro, a su izquierda, en un balón que va duro y raso, imposible de blocar. El portero evita el gol pero deja el esférico muerto y volando.
Y justo entonces entiende que Evra, veterano velocista francés, ha caído en la trampa del genio del fútbol y, seguramente fascinado por sus movimientos y por su conducción, no ha apartado la mirada del balón cuando debía. De errores como éste se escribe la historia. De errores así y de las siete zancadas al esprint que El Hambre hace por detrás del lateral, viejo enemigo personal. Por un segundo, el francés cree que puede llegar a un balón que ha botado y está franco, tierno, Moisés en su canastillo. Incluso Rakitic llega a soñar con una segunda cita con la gloria. Pero es una ilusión: un tiburón blanco ya aparece para conectar con el interior del pie derecho un remate fácil y letal que lleva el balón a la red.
Es el éxtasis, la culminación de su vida, pero su danza de muerte y de vida acaba de comenzar. Llega su momento de gritarle al mundo y a la FIFA que él ha prevalecido, que no han podido con él. Besos a su pistola y salto a la valla publicitaria; abrazo al aire, al pueblo azulgrana. Corre sobre el gigantesco escudo del Barça. A su alrededor, sólo stewards y fotógrafos, uno teme que pueda dejarlos embarazados sólo con la fuerza del gol que grita. Detrás suyo, sus colegas de destrucción saltan la valla y le buscan: Messi y Neymar van hacia él mientras Rakitic revienta el balón a la estratosfera. Las voces del estadio son un eco de furia. Sólo cuando su compinche brasileño le dé caza se apagará uno de los alaridos de gol más sentidos de la historia del club.
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