«En el decurs de l’entrenament d’ahir en una acció fortuïta el jugador va patir una estrebada muscular a l’adductor mitjà de la cama dreta. La ressonància realitzada aquest matí confirma una ruptura muscular que el mantindrà un temps aproximat de baixa de sis setmanes».
Con estas tres escuetas y crueles líneas anunciaban hoy el Barça y Ronaldinho el adiós del jugador más importante de los últimos 40 años de historia del club. No me siento capacitado para juzgar a Gamper y Samitier; pero sin duda Ronaldinho ha sido el más grande desde Kubala. Su adiós requería mucho más que 47 palabras, que esta vez no suenan a puñalada sino a pacto.
El barcelonismo necesita llorar al jugador que le devolvió a la elite, al Ulises que le llevó a Ítaca. Nada más conocer la noticia, me he acordado de la antropóloga Martine Segalen, que en Ritos y rituales contemporáneos escribe lo siguiente: «Muchos entierros sin ritual han dejado a los vivos desolados». El barcelonismo ha soñado mucho con Ronaldinho volando en Moscú, golpeándose con rabia el escudo para gritar su última hazaña, recordándonos que es tan historia del club como el campo de Les Corts.
Pero no, resulta que quiere hacernos creer que nos bastará verle entrenar con peto para despedirnos de su melena. Aún tengo confianza en que se repita la escena de la primera vez que le vi en persona. Fue en la ciudad deportiva del PSG, durante el gélido enero de 2003. Enfrentado como estaba con Luis Fernández, todo el mundo sabía que se marcharía de un club donde se le veneraba. Un niño, pegado a las vallas, comenzó a llamarle por su nombre. Ronaldinho pasó corriendo y parecía que ni siquiera le había oído. Pero en el último momento, a cinco metros de donde yo estaba, se paró y se giró para buscar al dueño de aquella voz. Con una sonrisa le saludó y le dijo adiós con la mano. El niño se marchó feliz.
Ronnie, aquí somos el Barça, un poco cabrones, ya sabes. Nos cuesta mucho ser felices. No queremos un adiós facilón en el Gamper. Te queremos riendo en Moscú para que nos hagas llorar a todos en El Prat el día de tu adiós. Porque sin lágrimas no hay adiós.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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