La pretemporada no es otra cosa que una metadona light y descafeinada que suele hacer aún más angustiosa la espera de que lo bueno empiece. Lo bueno, recordemos, es una eliminatoria contra un equipo de Cracovia o uno de Jerusalén y la visita a Los Pajaritos con los que dará comienzo el espectáculo.
Sin embargo, hay veranos en que por un momento el fútbol despliega toda su grandeza y vuelve a ser una cosa auténtica. Ver a los chicos de Guardiola corriendo en Central Park ha removido esta caverna. Para quien ha acudido alguna vez en Central Park con la esperanza de poder unirse a alguna pachanga, habrá sido algo increíble cruzarse con Guardiola y compañía. A quien ha probado el asfalto de jugar en sus calles -en el parque más famoso de Nueva York el césped está reservado para deportes mayoritarios, como el picnic, el frisby o los perros- le queda la curiosa experiencia de alzar la vista en el fuera de banda y encontrar los rascacielos de las películas.
En Central Park se juegan los que son tal vez los partidos más duros que un barcelonés puede imaginar. El bordillo de la acera juega, y sólo hay fuera de banda si la pelota salta por encima de él. Los 20 espectadores que hay forman entre cuatro y seis equipos, esperando a que alguno de los contendientes meta dos goles para saltar al ruedo. Con la derrota, la espera alcanza los 50 minutos que se refrescan con amarga cerveza. Se juega con el cuchillo. Los jugadores son mexicanos, puertorriqueños, dominicanos o colombianos llegados desde todas las pizzerías de la ciudad con ganas de devolverle su rencor al balón. Lanzar un caño pisadito a uno de estos chicanos es a la vez una obra de arte y una declaración de guerra.
Y La noticia triste de la semana ha sido la de ver que el corazón de Miki Albert, el mejor goleador catalán de las categorías inferiores, daba la espalda al fútbol tras latir tan sólo durante 27 años. Metió 75 goles en tres temporadas en el Gavà y este año fue el máximo goleador de Segunda B con el Girona. Gritó con pasión cada gol y dicen que ahora no sabe qué hará con su vida.
Ojalá se marche a descansar y a vivir su luto a Central Park, donde encontrará gentes que valoran el hecho de poder perseguir un balón y quién sabe si se animará a arriesgar sus tobillos en ese templo del Street Football donde hasta el Barça ha acudido para empaparse de humildad y mala leche.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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