«Deambulaban como dos fantasmas felices». Esta frase recoge lo mejor del documental Réquiem por Billy the Kid, que se centraba en la figura del más célebre pistolero a través de su relación con su íntimo amigo Pat Garrett. Eran jóvenes, libres y trabajaban de vaqueros en ranchos. Fue una amistad de cuando se sabían inmortales.
Ocurrió que Billy se vio enzarzado después en la guerra del condado de Lincoln. Este pistolero de leyenda, de quien se decía que parecía sonreír siempre a causa de sus enormes dientes, fue declarado enemigo público por el gobernador Wallace, que para cazarle optó por una solución drástica: contratar como sheriff a su viejo amigo. Tras dos fugas de la cárcel, Billy El Niño murió el 14 de julio de 1881 de un tiro en el corazón de Garrett.
Pocos universos de celuloide pueden parecerse más al fútbol que el western. Hay quien recuerda con nostalgia desbocada los tiempos en que Ronaldinho y Eto’o se saludaban al grito de «¡Negro!». Eran los días en que Eto’o tenía bajo control su infinito rencor hacia el mundo y hacia los más dotados para el arte que él, los días en que no había defensa que se les resistiese y en que nada más recibir el brasileño, una gacela con el nueve a la espalda tiraba la diagonal perfecta para encontrar el balón y anotar.
Pero llegaron los días en que Samuel, renqueante de la rodilla, renunció a las normas de convivencia y se fue a la guerra contra su sonriente víctima. Poco después renegó también de su aclamado código de trabajo y se dejó ganar los sprints por gigantes torpes como Rio Ferdinand. El club le invitó a salir pero nadie quiso semejante bomba de relojería en su vestuario. Guardiola, que quiso refundar el proyecto sin manzanas podridas, echó a Deco y Ronaldinho, pero se ha visto obligado a tragar con el camerunés.
Los compañeros de Eto’o, que saben mucho menos de fútbol que Pep, aclaman su continuidad. El tiempo dirá si el mejor nueve del mercado europeo puede parecerse al que fue junto al hombre de la sonrisa eterna, en aquellos días en que deambulaban como dos fantasmas felices.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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