«Mourinho, de ideario cercano al fascismo (cuenta Radio Macuto que en su club se le ha prohibido, por contrato, hablar de política) recibió de su padre, colaborador entusiasta de la dictadura fascista de Salazar, su ideario político y religioso. Y lo conserva, que para eso es conservador».
Leí la pasada semana estas palabras de Manuel Saco en Público. Fan como soy de los Guardiola facts, la frivolidad de este opinador me hizo pensar sobre el linchamiento continuado que padece el portugués -algo cafre, es cierto- frente a la constante adoración de que es objeto Gandhi, cuya última proeza hemos conocido hoy: se reunió la pasada semana con el conseller de Cultura, que quería pedirle que colabore con el flamante Govern de centroderecha. Dice el gobernante: «Le encontré con una actitud tal y como es él, una de las personas más encantadoras y con la cabeza mejor amueblada de nuestro país».
Sumido en esta terrorífica meditación, he caído que en los últimos diez días, ambos se han referido a las virtudes creadoras del miedo. «Para ganar debemos tener miedo», dice Guardiola. «Soy un católico profundo, creo mucho. Creo en su poder, en su justicia y por eso tengo miedo», añade Mourinho. Y resulta que ambos, en este preciso momento histórico de desempleo, miseria y recesión, se dedican a anunciar bancos, de aquí y de allí.
No negaremos que son dos personajes que se muestran de distinta manera al mundo. Aun así, en esencia son dos obsesos, dos sufridores. Lo acreditan sus números y lo que cuentan quienes trabajan con ellos. No parece lógico que uno encarne el mal absoluto y el otro sea candidato a todos los Nobel. Algo falla, ¿no creen? Tal vez pertenecen a una misma cosa, a ese Olimpo de vanidades de la alta competición.
Trataré de no ahondar en ciertas ambigüedades peligrosas en el futuro. Disculpen el estrambote. Es fruto de esta noche de invierno.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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