FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Álex S. murió en 1993 siendo un niño. Su nombre invoca desde entonces una sombra de desgracia y de dolor a la generación de los Salesianos de Rocafort que aprendió un luminoso día de primavera que el fútbol podía ser un asunto de vida o muerte.
Su desgracia se fraguó en un partidillo de A contra B. Alguien intentó regatear sin apercibirse de que era Raül G. quien le esperaba, agazapado. Como casi siempre, robó el balón, cruzó el centro del campo, tiró una pared y en tres zancadas estaba ante el portero. ¡Gol!, gritó Álex S. desde la banda. Poco dotado para la malicia y la vanidad, aquel niño no era futbolero, pero lo celebró como cualquiera habría hecho: saltando. El cristal donde aterrizó se rompió y cayó al vacío, unos 40 metros de terror, para estrellarse en un agujero oscuro donde perdió la vida.
Hay quien recuerda a Raül G. llorando y reprochándose aquel gol. Nunca se le vio tan humano. Era un jugador digno de los años 40, de Estudiantes de la Plata. Jamás sonreía, era duro, solía llevar zapatillas contundentes, tipo Shayber, conocía las virtudes de una plancha y la utilidad de los codos. De mirada fría, era un gran defensa, chutaba fuerte y se podría decir de él, como cuentan de Nuestro Glorioso Capitán, que obtenía un genuino placer en la destrucción de juego.
De él también se conoce que, a pesar de su rictus marcial, tenía dos hermanos pequeños pendencieros y saltimbanquis que no tenían inconveniente en pegarle un guantazo a cualquiera, ya fuera su hermano mayor o un entrenador. Raül no les frenaba. Le tocó criarse en una casa que estaba a escasos metros de donde tuvo lugar la tragedia de Álex S., en una casa donde llegaba bien nítido el crisol de los gritos de los niños en el patio.
En aquella época, cuando Raül G. jugaba era incapaz de sonreír y era muy difícil superarle. Probablemente siga igual. El fútbol y la vida fueron crueles con él.
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